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Hay que dejar de hablar de Benjamin por dos años
Arte, técnica y masa
Mauro Greco

Universidad de Buenos Aires-Universidad Nacional de La Pampa-CONICET



Nadie es benjaminiano [1]

La autenticidad, escribe Bénjamin, es “el aquí y ahora de la obra” (Benjamin, 2007:150). Aquella autenticidad aurática, en tanto deíctico espacial y temporal, se sustrae a la reproductibilidad técnica, según el autor [2]. ¿Por qué la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica de la obra? Porque esta reproductibilidad es la “actualidad” de la misma: su salida “al encuentro de cada destinatario” (Ibíd.: 151). Si la obra de arte aurática llamaba a los espectadores a su contemplación, el arte reproducido técnicamente sale a la búsqueda de ellos. Donde antes había llamada ahora hay salida y captación [3].

La obra de arte reproducida técnicamente entonces, escribió Bénjamin, está inscripta en modos de percepción sensorial. Estas maneras se han visto afectadas, al tiempo que han afectado, una serie de transformaciones sociales. Uno de los modos de percepción sensorial afectadas-afectantes es el desmoronamiento del aura. El aura, como “manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)” (Benjamin, 2007:152), se ha visto tocada por la reproductibilidad: lo que era irrepetible y lejano se ha vuelto mecánicamente reponible y cercano, por singular y lejano que pueda resultar.

La reproductibilidad técnica de la obra, además de batallar contra el aura y operar una serie de modificaciones sensoriales efectos y causas de transformaciones sociales, produce, dice Benjamin, una distinción entre reproducción e imagen. Mientras la imagen es singular y perdura, la reproducción es fugaz y repetida. La imagen es el reino de lo aurático, la reproducción el ámbito de la tecnicidad o el mecanicismo.

Esta unicidad del aura era lo que actualizaba repetida –pero singularmente en cada repetición– el ritual, recuerda Bénjamin. Este aurático valor cultual de la obra, ésta lejana –por cercana que pueda resultar– imagen cultual, es la que el ritual traía a colación singularmente en cada repetición. Lo que el ritual recordaba era la autenticidad de lo ritualizado, es decir su valor de origen. Esta es una de las ligazones entre autenticidad, autoridad y tradición. La tradición ritualizada, a través de su autoridad, recuerda que en algún momento eso que se repite fue original y auténtico. La reproductibilidad echa por tierra con lo anterior, sus hilaciones y originalidades.

La reproductibilidad técnica emancipa a la obra del ritual, sostiene Benjamin. Produce un desplazamiento del ritual a la política. De lo único e irrepetible, más allá de su repetición, a lo que puede repetirse soberanamente. Aquí entra en juego uno de los conceptos que, en esta oportunidad, interesa del texto benjaminiano: ¿qué entiende por “política” (Ibid.:157)?

El valor cultual de la obra, único, lejano y aurático, en la reproductibilidad es re-emplazado por el valor de exhibición, repetible y cercano en la medida de sus reproducciones. El rostro, ejemplifica Benjamin, antiguo testamento de lo más singular de lo humano –no hay dos rostros iguales, incluso entre gemelos (los gestos, el rictus, las líneas faciales)–, se torna exhibitivamente copiable a la medida de las posibilidades técnicas. En contraposición, “del aura no hay copia” (164). Sin embargo, según Bénjamin, para la década del ’30 del siglo pasado, asistíamos como humanidad a una “atrofia del aura”. Una vez más, de lo único, irrepetible, lejano y auténtico. Esta atrofia, ejemplifica el autor, halla uno de sus correlatos en la “construcción artificial de la personality” (166). [4]

Esta artificialidad encuentra en el cine, para el autor, una de sus plasmaciones. Benjamin compara las técnicas del cine y del deporte. Sostiene que ambos destinatarios ideales son construidos como “medio especialistas” (Benjamin, 2007:167), es decir espectadores que relativizan la posibilidad de un especialismo en torno al medio más que el que resulta de su expectación. Sin embargo, la clásica distinción entre autor y público, más allá de las relativizaciones que aquellos medios puedan generar, persiste. Benjamin brinda cuatro ejemplos. Por un lado, el mago y el pintor, por el otro el cirujano y el cinematógrafo. La clásica –y en un sentido conservadora– relación entre autor y espectador, afirma el autor, está más presente del lado de la primera pareja que de la segunda. ¿No existe relación de autoría-expectación entre un cirujano y su operado, entre un cinematógrafo y su público? Claro que sí, pero, dice Benjamin, la relación en ambos casos es táctil, y por ende más cercana, a diferencia del binomio mago-pintor cuyo vínculo es visual, y por ende más lejano. [5] Que un cirujano hunda sus manos en el cuerpo del operado, o que la relación entre un mago y su público –o un pintor y su audiencia en una exhibición– es visual, no parecen grandes novedades: ahora, que el tipo de vínculo que, a poco más de tres décadas de su invento, el cine propone es táctil, no visual ni sonoro, se encuentra entre los aportes del texto. Y explica también porqué la reproductibilidad técnica, en este caso cinematográfica, al mismo tiempo que fruto de transformaciones sociales, opera modificaciones sociales en tanto volatiliza la percepción sensorial de sus espectadores. Alguien entra al cine y sale modificado por él no necesariamente porque haya visto la mejor película de su vida, o porque se haya encontrado con una cinta que lo llevó a replantearse su existencia, sino porque sus sentidos, su aparato sensorial, comenzó a verse modificado por esa experiencia, por la situacionalidad repetida de sentarse entre otras personas delante de una pantalla gigante a ver figuras moverse, en ese momento en silencio.

La reproductibilidad técnica modifica la relación de la masa con el arte. Esta es otra de las principales, sino la principal, tesis de Bénjamin del texto. Esta modificación, caracteriza el autor, es “progresiva” (Ibíd.:171), es decir no conservadora (como la clásica relación autor-espectador, o la especialidad a la hora de hablar de determinados medios técnicos o sociales). Es progresiva, prosigue en su explicitación Benjamin, porque el gusto por mirar construye en el que mira la actitud del que opina como experto. La expertise en torno a una obra reproducida técnicamente no es la misma que la de una lejana obra aurática.

Por último, sostiene Benjamin, la cámara construye o activa un “inconsciente óptico” (174), es decir una región de la visualidad reprimida socialmente que el cinematógrafo, como la asociación de ideas o el acto fallido, permitiría subir a la superficie de lo visible y las formas de ver. Es por esto que, haciéndose eco de otro de los inventos que para entonces tampoco contaba con más de tres décadas, el psicoanálisis, Bénjamin establezca que la cámara es al inconsciente óptico lo que el psicoanálisis al inconsciente pulsional. La cámara sería el psicoanalista de nuestras represiones visuales, de lo que no vemos, o –lo que es lo mismo decir– de lo que vemos con determinada forma.

Masa y arte

Sin embargo, historiza Benjamin, esta destrucción del aura no es un invento ex nihilo del cinematógrafo: ya los dadaístas, a través de su inserción de elementos cotidianos en obras artísticas distanciadas de lo mundano, buscaban horadar lo lejano, irrepetible y singular asociado a determinada forma de entender el arte. El cinematógrafo, sí, establece una forma de expectación de la obra que el mingitorio en la galería todavía no proponía: la distracción. La frase de Duhamel: “ya no puedo pensar lo que quiero” (177). El correr de las imágenes afecta el orden de los pensamientos, el mismo orden que se intenta establecer al interior de ellos, la soberanía pensante del sujeto espectador: estamos prendidos de ellas, no des(a)pegados desde un atalaya de la contemplación. Esta relación de distracción es la que, dice Benjamin, la masa establece con el arte.

La masa, “parias letrados, criaturas miserables” (178), devora la obra más que verse sumergidos en y por ella. ¿Por qué? Porque la observan distraídamente. Pero además porque establecen con ella una relación táctil: un asunto más de costumbre y advertencia ocasional que de fijación puntual. Un tipo de recepción óptica opuesta a la contemplación, la atención tensa. La masa observa el arte distraídamente: “la recepción en la dispersión tiene en el cine su (instrumento) de entrenamiento” (180). El público, entonces, “es un examinador que se dispersa” (Ibídem.). El cine construye distraídos con un modo disperso de atención. [6]

Sin embargo, el contexto histórico-político en el cual Benjamin escribe este texto vuelve problemáticas las afirmaciones anteriores. Ese contexto es el dominado, al menos en Europa occidental, por el fascismo italiano y la ascensión del nazismo alemán. La masa, así como el cine, tienen en ambos un papel destacado. Como sujeto histórico, tanto de redención como de sometimiento, al igual que como mecanismo de propaganda. “El fascismo ve su salvación en que las masas se expresen pero no en que hagan valer sus derechos”, escribe Benjamin (Ibídem). En la anterior oración, la salvación no es sólo del fascismo sino también de las masas según aquel las entendía. Uno de los medios de expresión antagónicos a la valencia de derechos es el cine, en tanto éste, a través de la reproductibilidad técnica de imágenes, destruye el aura y construye una masa disipada.

Todo lo cual no quita, como Benjamin estableciera con la salvedad de que la destrucción cultual operada por el cinematógrafo ya había sido ensayada por los surrealistas, que el autor no encuentre también “otro medio más nuevo de acabar con el aura”: la guerra (182). La guerra que, siguiendo con las vanguardias artísticas de principios de siglo XX, recibía odas, junto a la destrucción de museos –es decir de determinada tradición y autoridad–, por Marinetti y los futuristas. Las bombas cayendo del cielo, el repiqueteo de las metralletas, modificarían, según Benjamin, la percepción sensorial (la vista, la escucha, el tacto, el lugar en el mundo) de un modo similar aunque distinto a como lo habían realizado las técnicas de reproducción. Guerra que, quizá no resulte redundante explicitarlo, está posibilitada por los avances técnicos de la modernidad, la ciencia y la investigación.

Aquí Benjamin vuelca una de las reflexiones quizá más interesantes del texto, y de seguro la que motivó este trabajo: este contexto guerrero, con bombas y ametralladoras destruyendo el aura de las cosas y del mundo en general, el mundo tal como era conocido hasta entonces, siembra la “autoalienación” de vivir “la propia destrucción como un goce estético” (Ibídem). [7] La conjunción entre guerra y arte, entre lo destructivo de lo artístico y lo estético de la guerra, es acentuada. No sólo para el festejo futurista de la guerra, sino también para una reflexión sobre lo que ambos, la guerra técnica y el arte tecnificado, generan sobre el mundo sensorial de sus espectadores (distraídos). En su conocida frase, a esta estetización de la política, Benjamin contrapone la politización del arte.

Sin embargo, como adelantamos, llegamos al disparador de este trabajo: ¿qué hace el concepto de “autoalienación” en este texto benjaminiano? Qué hace en el sentido de cómo opera, qué pone a andar, de qué formas se relaciona con lo anterior y sucesivo.

Alienación, podría decirse, es un concepto que posee un doble bastión. Por un lado, el movimiento iluminista que, en tanto afirma la alienación, pre-supone la posibilidad de no estarlo. Por el otro, la herencia del hospital moderno: alienado era el loco, el enfermo, el que no podía cuidarse y manejarse por sí mismo. Podría decirse que, al menos en la modernidad, este fue el sentido original de alienado que se extendió a otros campos. Por ejemplo al de la política. Estar alienado, al menos durante un siglo, de mediados del siglo XIX a mediados del siglo siguiente cuando las problematizaciones de este término comenzaron a arreciar, era no ver con los ojos claros lo que hubiera para ver (relaciones de producción, sociales, de clase). Hacia mediados de siglo XX, quizá con Marcuse –el más contemporáneo para nosotros de la primera generación de Escuela de Frankfurt a la que en un sentido perteneció Benjamin–, la misma posibilidad de no encontrarse alienado, por ejemplo por el aparato publicitario capitalista pero también por el lenguaje funcional de la administración total, resulta resbaladizo: la alienación, como el mismo capitalismo, no tendría fuera (1968). Incluso su crítica sería parte de los mecanismos que el orden capitalista, inmanentemente, encuentra para su subsistencia y reproducción fortalecida. Marcuse escribe esto en la década del ’50, dos décadas después del texto benjaminiano.

¿Qué es lo llamativo de su uso del concepto de “autoalienación”? “Alienación”, entonces, es un concepto iluminista clínico, heredero del humanismo renacentista, que, en tanto se afirma, contempla la posibilidad de su afuera: esto es, de encontrarse no alienado, no engañado, no fuera de sí, en su centro. Este humanismo moderno, romántico pero también iluminista, tuvo en la crítica de la técnica, de sus efectos sobre la naturaleza pero también sobre el ser humano, uno de sus puntos fuertes desde principios del siglo XIX.

Sin embargo Benjamin construye hasta él una reflexión prácticamente contraria. Es un texto fracturado, al menos en dos, no porque se parta del presupuesto de que pueda existir alguno que no lo sea, sino porque la fractura, la grieta, se percibe en su misma lectura.

Por el camino de Brecht

Benjamin, siguiendo la senda de Brecht y no la de Adorno, tal como la clásica contraposición se ha acostumbrado ya a oponerlos, sostiene del cine: 1) Ha contribuido al desmoronamiento del aura. 2) La reproductibilidad técnica de las imágenes emancipa la obra del ritual. 3) Suplanta este valor cultual por el valor exhibitivo. 4) La técnica del cine produce medio especialistas. 5) La reproducción, derivado de lo anterior, modifica la relación de la masa con el arte. 6) La cámara activa el inconsciente óptico. 7) El cinematógrafo propone la distracción o dispersión como forma de recepción. 8) Y, causa de lo anterior, invita a una relación táctil con lo espectado.

En palabras propias, el cine, como reproductibilidad técnica de imágenes, borra el aura, es decir el arte entendido como único, irrepetible, lejano y singular; preguntaríamos: ¿quién podía consumir, quién alcanzaba esta autenticidad para principios del siglo XX? Una ínfima minoría. Segundo punto: al alejar la obra del ritual, la acerca a la política: esto es, la distancia de la autenticidad vinculada al insondable valor de origen y la vincula a lo que políticamente se pueda hacer con y de la obra en sus reproducciones. Tercer punto: consecuencia de lo anterior, su valor no está en un supuesto origen, irreconstituible genealogía propiedad de una minoría, sino en lo que muestra, lo que deja entender de lo mostrado. Cuarto punto, también derivado de lo anterior: la producción de medio especialistas democratiza la opinión y el juicio, cual(se)quiera, más allá de su origen y posición social, puede decir lo que opina de las imágenes, así como puede hacerlo de un deporte que observa. Si lo anterior es cierto, esto es la puesta en duda de la potestad de los expertos, quinto punto, el arte ya no engulle ni intimida a la masa, sino que esta lo devora. ¿Por qué, entonces, devora? Porque, séptimo punto, la forma en que lo consume es distraídamente. Pero además, volviendo al sexto punto, porque la cámara deja volar el inconsciente óptico reprimido socialmente: la masa devora el arte también porque mantiene con él –en otro de los sentidos de la palabra– una relación in-consciente, no híper-consciente o reconcentrada, de la mirada fija, la mano sobre el mentón y el ceño fruncido. Octavo y último punto: la recepción dispersa es la recepción táctil, propia de una masa que se desplaza por la reciente ciudad, no de una clase fija(da) a su lugar y posición social. [8]

El autor, para principios del siglo XX, se encuentra con una tecnología, el cine, que no tenía cuatro décadas. La masa, como fenómeno social, tampoco se remontaba a larga data: es otro invento del siglo XIX, el exilio del mundo rural a las ciudades, la consolidación de las urbes que se habían comenzado a construir dos siglos antes. Es en el cruce entre estas dos tecnologías o inventos que comparten siglo, el cine y la masa, done Benjamin enclava sus reflexiones. Esta masa consume imágenes reproducidas técnicamente, no sólo el cine sino grabados, fotografías, etc. Su forma de consumo es al paso. La tradición crítica, la herencia cultural para un sujeto de la burguesía intelectual con estudios de posgrado y aspiraciones de pertenecer a un instituto de investigaciones, era ver este fenómeno, el choque entre el cine y la masa, incluso ambas entidades por separado, impugnadoramente: el cine no es la pintura, la degrada, son fotogramas reproducidos técnicamente a una velocidad superior a la del ojo humano (la frase de Duhamel); la masa, por su lado, atenta contra una conquista del siglo anterior, el in-dividuo, el recorte personal de la indistinción comunal (la famosa leyenda sobre las obras de arte que no se firmaban porque eran consideradas expresión de algo más que una persona). Podría resumirse esta posición en la postura adorniana. [9]

Sin embargo, Benjamin ve otra cosa, tal vez no lo que estaba –por su clase y formación– destinado a ver, o lo que se esperaba que viera (la reflexión benjaminiana es lo que el autor afirma que permite la reproductibilidad, ver de otro modo): Benjamin encuentra, en esas masas entrando y saliendo del cine, habitándolo sin la actitud corporal de quien observa cuadros en una galería sino más bien de quien disfruta un partido de fútbol, una des-mitologizacion, una des-auratización de la obra de arte. Que el cine, al menos, invita a comprender esas imágenes en su inmanencia, o mejor dicho en su situación, sin la pompa de rituales con ritos de iniciación, normas de pasaje y momentos de consagración. Que, en tanto espectadores, cualquiera puede opinar sobre ellas, que ya no son esclavos sino también amos –o pares– de una tradición cultural que hasta entonces, no por auténtica, dejaban de sentir autoritaria, ejerciendo un peso que los llamaba al silencio. Por último, que el cine se entronca con otro de los descubrimientos horadadores de la soberanía del sujeto cognoscente: la reproducción técnica de imágenes, como una asociación automática de ideas a una velocidad que ni la boca ni el cerebro humano pueden operar, deja flotar el inconsciente (óptico) de los espectadores, y articula esta flotación con una relación táctil con lo observado, suerte de visionado flotante de las imágenes ante sí.

En suma, la reflexión de Benjamin no es una que pueda entroncarse en cierto iluminismo elogioso de la conciencia y demonizador del engaño, o en ciertas corrientes humanistas alertadoras sobre los peligros de la técnica –en este caso cinematográfica– para el ser humano, sus sentidos y perspectivas. Es una apreciación que encuentra potencialidades, o progresividades ya en acto, donde otros hallan carencias y degradaciones. En resumen, para decirlo con el título de Erasmo que siempre citamos, es un elogio de la técnica cinematográfica, no un aviso de incendio de sus peligrosidades inmanentes.

Sin embargo, como se adelantara, en un momento del texto –sobre el final– aparece el concepto de “autoalienación”. Éste, como vimos, puede ser definido retomando su construcción y desplazamiento del hospital a la política: de la alienación definida como locura hacia su inteligibilidad como una relación loca, poco clara y distinta entre el alienado y sus relaciones de producción, sociales, de clase. En ambos casos, aunque por distintos motivos y desde diferentes lugares enunciativos, el alienado no sería dueño de sí (salud mental o consciencia de clase), estaría tomado por alguna otra cosa (la locura, la ideología). Alienación, entonces, podría ser entendido como una noción ilustrada que, en tanto se afirma, contempla su afuera: la chance de ver la realidad o la propia situación con claridad, sin antifaces que intercedan entre los sentidos y la realidad.

Benjamin introduce el concepto de “autoalienación” cuando, luego de explicitar que la destrucción del aura cometida por la reproductibilidad técnica ya había sido ensayada por los surrealistas, avanza hacia la guerra. La guerra, también técnica, al igual –en un sentido– que la reproducción y que aquella vanguardia, modificaría el lejano aura del mundo en tanto su destrucción no sólo negaría la permanencia de su autenticidad, sino que también operaria sobre los hombres y sus sentidos similares modificaciones a las efectuadas por el cinematógrafo y a las buscadas por las vanguardias: la vista, la audición, el tacto, el mismo lugar en el mundo aturdido luego de bombas, disparos de metralleta y escombros, ya no serían lo mismo. La contienda bélica, al igual que el cine, también hacía de la reproductibilidad técnica –de balas, armas, tanques de guerra– y de las masas –combatientes, fallecidas– sus instrumentos de combate. Esta guerra técnica masiva tenía en el fascismo italiano y el nazismo alemán, ambos apoyados popularmente y sirviéndose de los medios modernos de comunicación para mantener y acrecentar su consenso, sus dos exponentes principales, las dos experiencias en las cuales la destrucción (del aura, de la autenticidad del mundo y lo circundante) ya podía vivirse no sólo como goce (estético, de acceder a obras y opiniones hasta entonces inalcanzables) sino también como realidad tangible al verse horadar debajo de los pies el suelo que se pisaba.

No puedo imaginarme hoy de otro modo el repliegue que Benjamin realiza sobre el final de su texto. Es como si hubiera sentido miedo de haber ido muy lejos, de haber visto el sol del cinematógrafo sin los anteojos de la tradición crítica con la que debía observarlos. Estaba pensando en profundidad el medio (cinematográfico, pero no sólo), estaba dinamitando –sin tirar una sola piedra– demasiados puentes a la vez para hacerlo sin prudencia. Es como quien se da cuenta lo que acaba de decir luego de decirlo, sólo que aquí se trata de páginas de reflexión que llevaron meses, si no años. Es un discurso flotante o asociación mecánica de ideas que llega a un punto al que no hubiera llegado en caso de haber estado conscientemente pendiente de su discurso. “Pensar es perder el hilo”, escribió Blanchot (2002:106). [10] Por aquel motivo, porque es una reflexión –como gustaba decir Heidegger y repetir sus discípulas (Arendt, 2003; Maldonado, 2009) – que piensa sin barandillas, es que resulta tan extraña esa aparición del concepto de “autoalienación”. Benjamin tuvo temor de lo que estaba pensando en torno al cinematógrafo en relación a la técnica y la masa. ¿Cómo no tenerlo, sin el diario del lunes del fin de su vida, teniendo presente su contexto?

Coda epsteniana

En este apartado, tal como adelantáramos, intentaremos articular los desarrollos benjaminianos con los planteos que, también para mediados de la década del ’40, Jean Epstein, cineasta y –con este texto– filósofo del cine, vuelca sobre el cinematógrafo. Es una vieja hipótesis, actualizada por los trabajos que recapitulan los postulados epsteinianos, que, en el curso de al menos tres siglos, lo humano se esforzó por diferenciarse de lo animal para luego, una vez que lo hizo en base al desarrollo técnico, hacerlo de las propias máquinas que había creado como prueba de su superioridad: el cinematógrafo, para mediados del siglo pasado, se encontraría entre esos aparatos que ahora podrían superarlo a él. [11]

Epstein considera que la cámara problematiza una serie de dicotomías heredadas de la modernidad, o mejor dicho de Occidente: continuidad-discontinuidad (11), espíritu-materia (31), determinismo-azar (41), normalidad-excepción –en sus palabras, “revés y derecho” (51) –, cantidad-calidad (73), entre otras. Para Epstein el cinematógrafo pone en duda estos binarismos heredados, o establece a su interior una mediación que lleva a pensarlas de otros modos, vuelve difícil seguir pensándolos como antes de su invención.

Por ejemplo, en torno a la oposición continuidad-discontinuidad, Epstein recuerda que, en nuestra vida cotidiana, vemos las cosas ininterrumpidamente por un defecto de la vista: la continuidad del mundo es una ilusión derivada de nuestra imposibilidad de ver los cortes donde existen, y en todo caso establecer la ilación a partir de los cortes anteriores (15). Algo similar sucede con la audición, por ejemplo escuchando una sinfonía –el ejemplo es epsteiniano–, donde oímos una armonía por la incapacidad de diferenciar la discontinuidad de vibraciones y ondas sonoras. Epstein extiende esta problematización por el cinematógrafo de nuestra percepción a otros sentidos: olfato, tacto y gusto. La subjetividad del cinematógrafo puede apreciar lo continuo como discontinuo (17).

Para Epstein, la cámara también resuelve la –occidental más que moderna, una vez más– tensión espíritu-materia. ¿De qué modo? A través del tiempo. De la reelaboración cinemática del tiempo. El cine, dice el autor, plantea la posibilidad de un tiempo intemporal (21). Este tiempo intemporal, puntuado temporalmente pero no dependiente de una concepción homogénea y continua del tiempo, es la duración: el cine piensa a medias este pensamiento que el hombre habría sido incapaz de practicar, dice Epstein (23). “Incapaz de practicar” porque puede pensar la duración (Bergson), puede representársela más allá de lo más o menos adecuado de esta representación, pero no puede vivirla: como decía San Agustín del presente, cuando cree atraparla ya pasó, cuando pretende avizorarlo todavía es futuro. La duración sería lo que sucede en el entre de una y otra cosa. El cine, a diferencia de la subjetividad humana, sí podría poner en imágenes la duración de algo o alguien. [12]

La tercera dicotomía sobre la que se centra Epstein es determinismo-azar. Esta oposición lo lleva a rozar las nociones de independencia, libertad y responsabilidad. Las tres herederas de la postulación de azares más que de determinaciones. Para pensar el modo en que el cinematógrafo replantea la relación entre lo determinado y lo contingente, el autor recuerda la famosa frase de Heisenberg: “no hay determinación” (42). Epstein reafirma: “el eclipse físico del determinismo, [es la] libertad” (48). ¿De qué forma plantear que podemos elegir lo que hacemos, siempre dentro de los límites condiciones de posibilidad de la libertad, si estamos obligados a pensar lo que pensamos, a sentir lo que sentimos? Sin embargo, como si Epstein no hubiera afirmado lo anterior, también sostiene que la libertad no es sino un excedente numérico con un amontonamiento y sutileza de causas: la libertad o el azar no existen, sino que lo que llamamos tal es un número cuantioso y difícil de reponer de razones que, por incapacidad o pereza, llamamos casualidad. La autonomía moral y la responsabilidad personal, entonces, no serían sino “mitos” (Epstein, 49): ni nos autogobernaríamos ni podríamos responder por nuestros actos, porque en ambos casos estaríamos respondiendo en realidad a un número de razones que no podemos dimensionar. Pero entonces tampoco existiría determinación, ni siquiera la sublimación hipercompleja de la sobre-determinación: por un lado porque el número de motivos de todo fenómeno excedería el que pudiera ser contemplado por aquella palabra, por el otro porque el ser humano no podría dar cuenta de la cantidad de factores que intervinieron en una causa. ¿De qué modo hablar de determinación cuando la serie es irreponible y de qué forma hacerlo de azar cuando el hecho de que sea humanamente incontable no la vuelve tal para el cinematógrafo? La cámara, entonces, por un lado, pondría de relieve la arbitrariedad de la oposición entre determinismo y azar: ni una (por abundancia de causas) ni la otra (porque esa sobreabundancia de causas que nos supera es lo que perezosamente llamamos azar). Pero además el cine podría imaginar esa multiplicidad de razones, ponerlas en imágenes, contar muchas historias al mismo tiempo: historia(s) que serían muchas y una simultáneamente. Nueva dicotomía occidental heredada, que Epstein no problematiza pero dispara, unidad-multiplicidad: el cinematógrafo también deconstruiría esta oposición.

Hasta aquí las oposiciones que, entiende Epstein, problematiza el cinematógrafo. Sin embargo, a riesgo de pasar por alto lo fundamental de su planteo, hay que explicitar que no se trata de que el cine permita, posibilite, coadyuve la deconstrucción de aquellas oposiciones, sino que él mismo lo hace. Es, en un sentido, extraño hablar del cine/matógrafo en términos de él, o de la cámara en términos de ella (sería: el cinematógrafo/cámara-él/ella: el cine también permitiría volver sobre la oposición hombre-mujer). En otras palabras, para mediados de la década del ’40, Epstein le otorga al cinematógrafo el carácter de sujeto, una subjetividad: la cámara hace (deconstruye, problematiza) cosas por sí misma con una autonomía relativa de los deseos humanos (tanto de quienes lo crearon como de quienes la manejan o editan sus imágenes). El cinematógrafo, parece decir Epstein, tiene una forma de ser, o mejor dicho, construye un modo de estar en el mundo, más allá de su invención y manipulación heterónoma. Los ejemplos que brinda el autor son variados: “raramente encontramos dos motores exactamente iguales” (65): se entiende, morfológicamente iguales pero heterogéneos en su funcionamiento. Un bolígrafo y un reloj, dice Epstein, adquieren el hábito de escritura y el tempo corporal del cuerpo sobre el que se posan. La máquina, entonces “traduce una conjugación de sensibilidad y memoria” (67). En nuestras palabras, se trata de un vitalismo mecánico o, problematizando una nueva oposición, de la relativización de las fronteras entre lo vital o lo maquínico, lo humano y lo no humano. [13]

Si lo anterior ya implica un modo peculiar de entender el cine, deconstructor de oposiciones y –en un sentido– competidor del ser humano en lo que una y otra subjetividad pueden, Epstein lleva sus planteos un poco más allá: afirma del cine que se convierte en un “filósofo-robot cinematográfico” (91). Y da pie a lo que, entendemos, podría denominarse el devenir post-humano del texto: Epstein afirma que, así como aquel robot-cinematográfico des-dicotomiza aquellos binarismos y produce la imbricación de carne y metal del bolígrafo habituado o el reloj-corazón, también avizora un tiempo por venir. Un tiempo donde otras máquinas, por ejemplo, “electrocopiarán la sinceridad y la mentira”, o producirán lo que nos permitirá comprar “en píldoras las toxinas de la amistad” (95). Los medios detectores de mentiras y verdades ya eran una realidad para la década del ’40, utilizados en dependencias policiales y –de acuerdo a su consideración de fidelidad– en estrados judiciales, pero que la amistad, entendida como toxinas, podrá ser producida y por ende comprada, a pesar de su costado porno-farmacológico (Preciado, 2014), es el momento ciencia-ficción, es decir ciencia social de ficción, del texto.

Epstein se abalanza allí donde Benjamin se detiene: si este, luego de reflexionar sobre los efectos del cinematógrafo (desmoronamiento del aura, emancipación de la obra del ritual, producción de medio especialistas, etc.), al ver el modo en que esas modificaciones repercutían en la relación masa-arte en el contexto de la década del ’30, vuelve sobre sus pasos y afirma que este vínculo entre técnica y masas también puede experienciarse como la “autoalienación” de “vivir la propia destrucción como goce estético” (fascismo, nazismo, guerras). Epstein no comparte este movimiento. El cineasta, luego de analizar los modos en que considera que la cámara problematiza dicotomías clásicas de Occidente (continuidad-discontinuidad, espíritu-materia, etc.), avanza hacia la adjudicación de una subjetividad (es decir de una forma de ser propia) al cinematógrafo y de su condición avant la lettre de lo que vendrá: robots, no sólo filosofando sobre el cine, sino también detectando mentiras y verdades, produciendo toxinas de uno de los sentimientos más caros a una perspectiva humana y humanista sobre el mundo: la amistad, la afinidad, el amor. Donde Benjamin, ejerciendo una legítima función prudencial del miedo, vuelve sobre sus pasos y se asusta del alcance de sus pensamientos, Epstein, podría decirse, considera que ese mundo, el mundo que desde hacía cuatro décadas el cinematógrafo –entre otras técnicas– estaba deconstruyendo, ya no existía, o con menos taxatividad, se encontraba en vías de desaparición. Que de lo que se trataba no era de llorar lo que ya no existía ni volvería a ser, sino de avizorar lo que vendrá. A lo sumo, y no es poco, pensándolo –nunca desde sus comienzos, el pensamiento que siempre llega tarde– desde sus primeros o segundos efectos. Al menos, cuando advengan los siguientes, ya se poseerá un mínimo capital o entrenamiento cognitivo para entender y obrar en el nuevo mundo en el que se vive.

Palabras finales

Sin embargo, no haciendo de este texto el movimiento pendular adorniano que va del reconocimiento a la crítica y de ésta a su relativización, Benjamin descubre algo a mediados de la década del ’30 que se convertirá en nuestro entorno comunicacional y sensible –al menos– las últimas dos décadas: la expectación dispersa y disipada de lo recepcionado. Pasamos, desde la década del ’40, por delante de pantallas, primero de televisión, luego de computación, y desde hace una década móviles, que hemos aprendido –porque al fin y al cabo lo aprendimos– a mirar con la indiferencia con la que observamos algo por la calle y seguimos paso. Mejor dicho, la sensibilidad espectadora en la que nos han educado, entre otros educadores, el cine, la tele, etc., se traslada al espacio social, en caso de que poder mantener esta separación, y digita el modo en que caminamos por la calle, nos subimos y bajamos del colectivo, habitamos el espacio público.

La masa, nosotros, somos estos dispersos y disipados que, como zombis, andamos por la ciudad como Benjamin observaba, y Adorno denunciaba, a principios del siglo XX, que los espectadores cinematográficos miraban las imágenes en la pantalla. Por entonces era posible, o al menos verosímil, llorar el reciente mundo del siglo XIX que se iría para no volver: hoy, más de un siglo después de aquel adagio, hasta el más tecnófobo y mediófobo de los lectores de la primera generación de la Escuela de Frankfurt forma parte de una madeja masiva de la que sólo a golpes de voluntarismo puede sustraerse. No tener internet, y por ende habitarla con suma concentración cada vez que se la visita, pero necesitar un amigo o cyber cerca para poder chequearla, como una agenda, al menos una vez por día. No portar celular, y por ende hacerse acreedor de esas calcomanías distintivas que se pegan en cuadernos de estudio, pero tener un trabajo que permita –como un romántico naturalista del siglo XIX– estar desconectado de un cotidianidad que, incluso en la más ralentizada de las cotidianidades (pongamos la de un becario o profesor universitario), va infinitamente más rápido de lo que lo hacía hace ochenta años. Duhamel, en nuestra vida, puntuada por internet (facebook, twitter, correos y diarios electrónicos), celular, televisor, etc., diría: “no puedo pensar lo que quiero”. Nosotros, diríamos, no es que lo hagamos, pero sabemos que nuestro –por llamarlo de un modo pomposo– pensamiento cotidiano se dirime a diario en esa tensión entre medios, nuestra subjetividad mediada por las máquinas y la velocidad a la que vivimos. Alienados, sí, pero dudando, más que de la existencia, de la posibilidad de una vida no-alienada, clarividente, autoconsciente en pleno. [14]

Esta es una relación entre nosotros como masa, la técnica como entorno en el que vivimos, y el arte como algunas –muchas– de las imágenes que observamos todos los días, enclavada en las modificaciones tecnológicas y sensibles operadas en el último siglo, no nostalgiosa –al fin y al cabo– de un modelo de ser humano/a que ya no existe, porque los medios y entornos que lo produjeron desaparecieron, o se reformularon a una aceleración creciente. La pregunta, en este cruce entre públicos, tecnologías y artes, parece ser si podemos observar un cuadro al ritmo de una publicidad, o mejor dicho, si podemos observar: si lo que hacemos, cuando abrimos los ojos y miramos alrededor, o cuando fijamos la vista en un ente determinado, es observar, y no otra práctica para la cual, todavía, no tenemos palabra. Será cuestión quizá de pensar estas palabras, pero ¿qué es “pensar” hoy día? ¿Perder el hilo? ¿No irse por las ramas? ¿Resetear la máquina? Tal vez en la metáfora que utilicemos para acercarnos a esa pregunta se vislumbre un comienzo de aproximación.

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NOTAS

[1Este texto es fruto de una clase donde, luego de dar “Sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” durante una serie de años, me detuve en un concepto que no había leído nunca de determinada forma: “autoalienación”. Agradezco a los estudiantes de la materia Teorías de la Comunicación I de la Universidad Nacional de La Pampa (UNLPam), del año 2015, por haberme permitido pensar estar líneas, y a Belén Olmos y Daniel Mundo por la lectura, corrección y crítica de versiones preliminares de este trabajo.

[2La obra de Benjamin, en las últimas décadas, ha sido revisitada para analizar aspectos de filosofía de la historia, teoría de la violencia, innovaciones comunicacionales y sus impactos sobre fenómenos culturales, entre otros puntos (Alfaro, 2013). Un texto conocido sobre su trabajo es el de Buck-Morss, donde la autora sostiene que, según el filósofo alemán, la alienación sensorial se encuentra en el origen de la estetización de la política (Buck-Morss, 2005:171), por lo que “el sistema cognitivo de lo sinestésico ha devenido un sistema anestésico” (Ibid.:190). En el continente americano ha sido Cuadra (2007) quien operó una relectura del trabajo de Benjamin leyéndolo a la luz de las modificaciones tecnológicas, comunicacionales y sensibles de los últimos ochenta años: de la reproductibilidad a la híper-reproducción y de lo técnico a lo digital. Un lustro antes y después, en nuestro país, Link (2010; 2002) también escribía un par de textos pensando el ensayo benjaminiano en relación a condiciones contemporáneas: en el primero (2002), en vínculo con el sueño valeryano (1928) de ubicuidad del arte y la ficción borgeana (1951, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Ficciones) sobre el poder reproductor de espejos y cópulas, analizando la re-producción digital contemporánea; en el segundo (2010), retoma cuatro películas –Histoire du cinema (1998) de Godard, Aullidos por Sade (1952) de Debord, El gran Lebowski (1998) de los hermanos Cohen y Zeitgeist (2007) de Joseph– para pensar su hipótesis de que los archivos digitales modifican la relación de las películas con la historia.

[3Otros trabajos que se han acercado a puntos transversales a los ejes de arte, técnica y masa que aquí me ocupan son los siguientes: Sánchez (2012) retoma las definiciones de alienación, enajenación y extrañamiento en Marx, Arendt y Benjamin señalando sus parecidos y diferencias; mientras los dos primeros demonizan la experiencia, el último, en tanto parte de otra concepción de tecnologías de (re)producción, presenta otros matices en su caracterización. Barría (2011) repasa algunos modos de entender la técnica y el aura en Benjamin y Heidegger para acercarse al problema de la verdad en y de la obra de arte. Yañez (2008), en un texto difícil de comprender, retoma el trabajo benjaminiano para analizar las relaciones que encuentra entre representación espectacular, alienación y superficie digital. Zamora (2006) se acerca a las definiciones de obra de arte en Benjamin y Heidegger sosteniendo que, mientras el primero ve en el fin de su concepción tradicional la eliminación de sus elementos mitológicos residuales, el segundo observa en la liquidación de la autenticidad por la técnica la consolidación del proyecto metafísico desencantador del mundo.

[4Once años después del texto benjaminiano, Adorno y Horkheimer (2007), dos integrantes en pleno de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, analizaban el “star system”. ¿En qué consiste? En la eyección, por la cultura industrializada, de figuras –“stars”– construidas como ejemplos, para las masas espectadoras, de que es posible alcanzar el éxito, de que –a base de esfuerzo y persistencia– es factible llegar al podio de los triunfadores. Para Adorno y Horkheimer esta es otra –una más– de las estratagemas de la industria cultural capitalista para mantener y profundizar la alienación. Estas figuras del “star system” son construidas artificialmente, como personalidades, de acuerdo al diseño conveniente a la dominación. Habrá que pensar, más de medio siglo después del texto benjaminiano, en qué medida esta “construcción artificial de la personality” se ha popularizado y masificado por ejemplo al grado de las redes sociales. Todos tendríamos nuestros quince minutos diarios de construcción artificial de nuestra persona(lidad).

[5Debord (2008, tesis 18 [libro sin números de página]), en su análisis de las separaciones operadas por la sociedad del espectáculo, afirma algo similar en torno a la vista, “el sentido más abstracto, más mistificable”. Barthes (2003:158), en su liminar análisis de la publicidad bajo la noción de “mitologías”, también afirmará un punto cercano en torno al sentido de la vista, contrapuesto al tacto: “el tacto es el más desmitificador de los sentidos, al contrario de la vista, que es el más mágico”. Mágico es tomado aquí, no como reencantamiento de un mundo desencantado, sino como mitológico, abstracto y separado.

[6La publicidad, o al menos expresiones de ella en Argentina, han hecho carne esta forma de entender la atención, al punto de postularla como grado cero, como perspectiva normal y natural de observar el arte: es el caso de la publicidad con una muchacha en una galería que, ante el cuadrado blanco –o negro, lo mismo da– de Malevich, se pasea rápidamente delante de él, no sin antes decir: “un cuadrado blanco”. El cuadro, lo que hay en él, no es más que lo que obviamente se ve: la pura forma, el solo marco. La gaseosa publicitada cierra el spot con la sentencia: “las cosas como son”. Cualquier interpretación agregada que se añada sobre él sería un exceso retórico: el minimalismo, también afamada corriente artística del siglo XX, llevada a consigna publicitaria para consumo de una bebida.

[7Esta frase comparte algo del aire, ese aire que en otro texto Benjamin postula como común entre las pasadas y presentes generaciones, con la pregunta spinoziana acerca de porqué los hombres pelean por su servidumbre como si fuera su salvación. Esta última afirmación, a su vez entreteje su textualidad con el no menos célebre trabajo de de La Boetié sobre la “servidumbre voluntaria” (2015). Sin embargo, en el contexto de este texto, quizá resulte anacrónico servirse de una categoría utilizada para describir una situación propia de monarquías para describir una coyuntura que se inserta en el corazón de la modernidad representacional del siglo XX. Para intentar pensar esta paradoja de vivir la propia destrucción como goce (estético), puntualmente en torno a dinámicas microsociales en gobiernos autoritarios, me he servido del concepto reichiano de “deseo de represión” (1973) y sus elaboraciones por Deleuze y Guattari (2013).

[8Que la masa “devora” el arte podría considerarse una suerte de elogio de un modo de expectarlo: la aceleración degustativa, el empacho, la no contemplación medida y moderada. Podrían escucharse los consejos de tías burguesas de la masa sugiriéndole que se lleve a los ojos porciones más pequeñas de obra. Esta forma de expectación, el devorar, escatológicamente pareciera contemplar regurgitar o repetir lo consumido como modo de elaboración. Mejor dicho, comporta una reformulación de las formas elaborativas, en el contexto de los inventos técnicos de principios de siglo XX, que la diferencia de los modos de leer una novela o ver una pintura de fines del siglo XIX, no muy lejanos por entonces. Cabe la pregunta de si Benjamin, con estas reflexiones –“la masa devora el arte” –, no estaba avirozando la que sería una de las relaciones posibles entre público y obra en años subsiguientes: no sólo la expectación distraída, dispersa, sino también su observación apresurada, indigesta, y por ende no elaborada para ciertos estándares.

[9Las críticas adornianas al texto son conocidas: por un lado, a través de lo que entiende como el traslado del concepto de aura mágica a la obra de arte autónoma y la atribución de una función conservadora al aura, Adorno encuentra un “resto muy sublimado de ciertos motivos brechtianos” (140) –es interesante cómo lo formula: “resto”, “muy sublimado” –. Por el otro, que “l’art pour l’art” también necesita, al igual que el “cine cursi”, una redención –en la que Adorno coincide con Benjamin–, pero que frente aquella redención del arte para el arte se levanta “un frente unitario” que también incluye a Brecht (141). Por último, lo que denomina su “objeción principal”: la subestimación de la tecnicidad del arte autónomo y la sobreestimación del dependiente; la atención a esta objeción, escribe Adorno, implicaría la “total liquidación de los motivos brechtianos”, esto es, de la apelación a la inmediatez de cualquier tipo de interrelación y de que el proletariado cuente con cualquier ventaja frente a la burguesía (143-144). No es casualidad, ni parece deberse a una arbitrariedad de nuestro comentario del texto, que en las tres críticas adornianas aparezca el nombre de Brecht: “mi misión es mantener firme su brazo hasta que el sol de Brecht vuelva a sumergirse en aguas exóticas”, es una de las últimas frases de la carta de Adorno a Benjamin (145). En ocasiones, glosar un debate pareciera no poder desprenderse de las políticas de amistad –y por ende enemistad– que lo atravesaron.

[10La cita completa blanchotiana –¿cómo hablar de completitud en torno a Blanchot? –, también citando a Válery –muy presente, de nuevo, en las reflexiones benjaminianas–, es la siguiente: “Válery: ‘El pensador está enjaulado y se mueve indefinidamente entre cuatro palabras’. Eso dicho peyorativamente, no es peyorativo: la paciencia repetitiva, la perseverancia infinita. Y el mismo Válery –¿será el mismo?– afirmará luego de pasada: ‘¿Pensar?..,¡Pensar es perder el hilo’. Comentario fácil: la sorpresa, el intervalo, la discontinuidad” (cursivas y comillas en el original). La cita, entonces, también es de Válery. Pero, en estos términos, en las jaulas de estos autores, ¿cómo delimitar a quien corresponde propiamente la frase?

[11No son abundantes los trabajos sobre Epstein. Más allá de su trabajo original (1946), la no saturación de trabajos sobre su obra puede deberse a la reciente traducción (Epstein, 2015), fruto de la entrada de sus textos en dominio público tras el paso de setenta años desde la primera edición, aunque existen traducciones –no muchas– anteriores. De una de ellas (Bs. As., Nueva Visión, 1960) es que Durán Castro (2008), en el marco de su tesis de maestría, retoma los postulados epstenianos para contemplar la idea del cine como “máquina de pensamiento”. Massota Lijtmaer (2012), también retoma las reflexiones de Epstein para, articulándolo con la cinematografía de Philippe Grandieux y Stephen Dwoskin, desarrollar el concepto de un cine figural, plástico, figuralidad que retoma como noción de Lyotard. Es una preocupación de ambos autores las continuidades más que rupturas que pueden establecerse entre las imágenes pictóricas, fotográficas y cinematográficas.

[12Es a partir de esta reflexión que Epstein sostiene que es por nuestra carencia que seguimos pensando el tiempo como lo hacía Kant (35): no porque no deban tenerse en cuenta sus conceptualizaciones, ni siquiera en torno al espacio y el tiempo como a prioris de la percepción, sino porque el tiempo y el espacio sigan siendo a mediados del siglo XX lo mismo que eran a fines del siglo XVIII. ¿Qué es lo rápido o lento, lo cercano o lejano?, pareciera preguntarse Epstein, y cómo estas definiciones van a pasar por alto las modificaciones técnicas, perceptuales y afectivas operadas durante siglo y medio, por ejemplo.

[13De estas aguas, nos atreveriamos a decir, bebió Latour: su famoso “parlamento de las cosas”, televisión, radiófono, videocasetera, celular, microondas, etc., no parece sino una radicalización de estos planteos epstenianos. Por ejemplo cuando éste habla de las “lágrimas de las cosas” (107). Nuestra frase tal vez preferida del diálogo entre Derrida y Dufourmantelle (2000) es cuando, volviendo sobre el mito griego de quien quiso ver el sol de frente y se quedó ciego, el filósofo argelino afirma: “las lágrimas demuestran que los ojos no están hechos sólo para ver”. Quizá las “lágrimas de las cosas” nos recuerden que estas no están hechas sólo para ser usadas sino también para sentir, para demandar respeto a sus sentimientos.

[14Esta es una de las dificultades, entendemos, de algunas de las recientes reflexiones de Crary (2015), con mucha difusión en ciertos medios culturales (Pavón, 2015): la idea de que el capitalismo colonizó nuestro inconsciente, y por ende nuestros sueños, no es nueva. Podría decirse, en caso de no querer adjudicárselo al psicoanálisis en ocasión de reconocerle alguna función contestataria, que las vanguardias artísticas de principios de siglo XX nacen con esa búsqueda: liberar lo –sensible, afectivo, inconsciente– colonizado por un sistema económico y cultural. La propuesta craryiana de des-conexión, de sustraerse de las tecnologías que colonizan hasta nuestro inconsciente –no nos despegamos del celular ni siquiera cuando vamos a dormir, lo dejamos en la mesa de luz, cuando no dormimos con él debajo de la almohada haciendo de despertador–, nos genera la misma pregunta quizá híper-pragmática o realista que otros planteos: ¿quién puede costear(se) semejante desconexión? No porque no pueda comprarse un despertador además de un celular, sino porque ¿quién puede desconectarse de la conectividad diaria para que su subjetividad no se encuentre puntuada por los bits de las nuevas tecnologías? Es, pareciera, el viejo luddismo sólo que en este caso pondríamos un zapato arriba de nuestros teléfonos, o bien un reloj analógico entre tanta digitalidad. Es difícil hablar de estos asuntos sin recordar, aunque vayan en otra dirección que esta nota al pie, los textos de Tiqqún (2001, 1999) –tan citados por Link en sus trabajos sobre Benjamin– sobre el devenir máquina de lo humano y lo cibernético