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Cine y artes culinarias: una estrategia clínica

Florencia González Pla

Universidad de Buenos Aires, Argentina



Introducción

Cocinar hizo al hombre. Con este provocador título, la obra de Faustino Cordón Bonet publicada en 1979 postula una relación entre el acto de cocinar y el advenimiento de la palabra, la cual posibilita, en la evolución de las especies, el progreso de la actividad animal desde el apremio del hambre a la mediación del lenguaje. La palabra confiere así la facultad de organizar, para sí y para los demás, acciones más complejas que hoy podemos calificar como simbólicas. Siguiendo a Lévi-Strauss en su clásico Lo crudo y lo cocido (1964), esta conquista en la filogénesis podría constituir un modelo para intervenir en la ontogénesis, desde una perspectiva clínica (González, 2014). Y es el cine, con sus ficciones narrativas, el arte que mejor ha plasmado esta potencia subjetivante del acto culinario. Aunque no son muchos los estudios que se han abocado a la vinculación entre cine, cocina y subjetividad, existen algunos antecedentes (Hidalgo, Segarra-Saavedra, Rodríguez-Monteagudo, 2014; Freire, 2014).

Para sustentar nuestra hipótesis acerca de la potencia terapéutica del recurso de la cocina como estrategia clínica, nos valdremos de diferentes referencias teóricas del psicoanálisis. Comenzando por la tesis centra del Proyecto de Psicología (1895) de Sigmund Freud, donde destaca la importancia de la primera vivencia de satisfacción como motor del aparato psíquico, al trasformar al cachorro humano en un ser del lenguaje. Y lo que subraya en El malestar en la cultura (1929) acerca de la gran conquista que supuso para la especie humana acceder a la cultura como logro de una renuncia pulsional. A su vez, interesará detenernos en las contribuciones de Jacques Lacan sobre el concepto de acto analítico (1967-1968, 1988) y su relación intrínseca con el lenguaje. Referencias insoslayables en la fundamentación de nuestra hipótesis, acerca del valor del acto de cocinar como posibilitador de subjetividad.

El objetivo de este trabajo radica en poner a prueba esta hipótesis, proponiendo un diálogo entre el cine, la clínica y la teoría psicoanalítica. Se desprende de esa tríada una apuesta terapéutica en la que se pueda producir un cuerpo apuntalado por la palabra y por la presencia de un otro, vía el acto de cocinar. Este abordaje clínico supone un posicionamiento ético, ya que apunta a la emergencia del sujeto del deseo, sustrayéndose así de toda ortopedia instrumentalizadora en el abordaje del problema.

Fundamentos teóricos

La importancia del acto de cocinar en el advenimiento de la especie humana a nivel filogenético puede ser rastreada a partir de textos clásicos, como los mencionados Cocinar hizo al hombre, de Faustino Cordón Bonet (1979) y Lo crudo y lo cocido, de Claude Lévi-Strauss (1964), pero también a partir de otros menos transitados, como El intercambio simbólico y la muerte, de Jean Baudrillard (1980) y la línea de investigación en La historia del comer, de Lucía Rossi (2014). En todos los casos es posible hallar un común denominador: una profunda relación entre el acto de cocinar y el ritual de compartir la comida, y a su vez entre este último y la adquisición del lenguaje. Es sabido que, en el inicio de la alimentación, durante el período paleolítico los fogones eran comunes, lo que habla tanto de la acción de comer en grupo como de la reciprocidad, especialmente de la carne fruto de la caza. En la medida en que la cocción de los alimentos pudo haber sido el factor decisivo en el tránsito de una forma de vida animal a otra más propiamente humana, la alimentación sólo recibe la plenitud de su sentido humano en el gesto de compartir (Cordón, 1979; Rossi, L. 2013). En el apartado “La cocina bajo la palabra”, Cordón (1979) presenta el tema en estos términos:

En principio, la cocina transforma cualitativamente la actividad culinaria previa del homínido: posibilita el progreso que va de la necesidad de comer (dependiente del apremio del hambre, del azar y de la acción directa) al proyecto previo (dependiente de la cooperación en el grupo, y al abrigo de lo fortuito); y acaba dando origen a la palabra, que confiere la facultad de proyectar, para sí y para los demás, acciones complejas cuyas últimas fases no estén informadas directamente por los datos de los sentidos. Desde que surge, la palabra fomenta el progreso de la práctica culinaria hasta constituir el primer tesoro de conocimientos empíricos transmitido por los pueblos primitivos. Por lo demás, la dialéctica entre el progreso de la palabra (con su aplicación a toda actividad previa y con el aumento de los recursos idiomáticos) y la complicación de las pautas de cooperación (en función de proyectos de cooperación cada vez más amplios), culmina con la transformación de la horda del homínido en una sociedad humana. (p. 115)

En otro pasaje, el autor avanza con sus consideraciones proponiendo una tesis que, partiendo del acto de cocinar, modela la historia de la humanidad:

Gracias al lenguaje y a la organización social, el hombre logró romper el círculo cerrado del equilibrio biológico, aprendiendo a inventar su propio alimento (autotrofismo singular que va desde la prehistoria de la ganadería y la agricultura neolíticas a la ganadería y agricultura industriales de nuestro tiempo); gracias al lenguaje y a la organización social, el hombre ha tenido su propia historia. (Cordón, 1979, p. 18)

A estas fuentes antropológicas sumamos algunas otras del campo del psicoanalisis. Por un lado el Big Bang del lenguaje en la causación del sujeto (2012), título de la tesis sostenida por Alfredo Eidelsztein, en ella se fundamenta que el lenguaje humano no fue efecto de una evolución paulatina a partir del sistema de comunicación animal, sino que supuso un punto de fractura –de allí la analogía con la explosión que dio origen al universo. Por otro lado, las referencias en la obra de Sigmund Freud. En El malestar en la cultura (1929) el padre del psicoanálisis nos conduce al origen –siempre mítico– de la civilización:

Reconocemos como culturales todas las actividades y valores que son útiles para el ser humano en tanto ponen la tierra a su servicio, lo protegen contra la violencia de las fuerzas naturales, etc. Sobre este aspecto de lo cultural hay poquísimas dudas. Remontémonos lo suficiente en el tiempo: las primeras hazañas culturales fueron el uso de instrumentos, la domesticación del fuego, la construcción de viviendas. Entre ellas, la domesticación del fuego sobresale como un logro extraordinario, sin precedentes; con los otros, el ser humano no hizo sino avanzar por caminos que desde siempre habría transitado siguiendo incitaciones fáciles de colegir. (p. 89)

Concepción que completa en una nota al pie con una tesis maravillosa, que permitiría pensar algunas cuestiones clínicas que se encuentran en la experiencia culinaria:

Algún material psicoanalítico, incompleto e incapaz de ofrecer indicaciones ciertas, admite al menos una conjetura –que suena fantástica – acerca del origen de esta hazaña de la humanidad [la adquisición del fuego]. Es como si el hombre primordial soliera, al toparse con el fuego, satisfacer en él un placer infantil extinguiéndolo con su chorro de orina. De atenernos a sagas registradas, no ofrece duda ninguna la concepción fálica originaria de las llamas que se alzan a lo alto en forma de lenguas […] Quien primero renunció a este placer y resguardó el fuego pudo llevarlo consigo y someterlo a su servidumbre. Por haber ahogado el fuego de su propia excitación sexual pudo enfrenar la fuerza natural del fuego. Así, esta gran conquista cultural habría sido el premio por una renuncia pulsional. (Freud, 1929, p. 89)

Otra referencia freudiana imprescindible, esta vez acerca de la constitución subjetiva, se encuentra en el Proyecto de Psicología (1950 [1895]). Allí Freud elabora su andamiaje conceptual a partir de la primera vivencia de satisfacción, aquella que deja como resto el deseo, experiencia fundante que distingue al sujeto de otras especies. Experiencia determinada por la presencia de ese Otro inolvidable, aquel que en función del desamparo y de la indefensión en la que adviene el cachorro humano, posibilita el surgimiento del objeto del deseo como diferente del objeto de la necesidad (González Pla, Castañeda Agüero, 2014). Volveremos más adelante sobre este punto.

Finalmente, los desarrollos conceptuales de Jacques Lacan sobre el acto analítico que formaliza en su Seminario homónimo (1968-1969). Estos aportes permiten vincular la actividad culinaria como estrategia clínica, junto a la dimensión de acto y la producción subjetiva que de ella emana. Recordemos que inicia su seminario con una serie de preguntas respecto de qué es el acto psicoanalítico. ¿El acto psi es la sesión? ¿Es la interpretación? ¿O es el silencio?, o ¿Lo es un acto sintomático? Y que a su vez diferencia la noción de acto de la acción, en tanto motricidad, donde se incluye el arco reflejo, sirviéndose de la experiencia pavloviana. Y concluye que no pueden situarse en el mismo nivel acto psicoanalítico, motricidad y descarga motriz.

Luego de preguntarse por el estatuto de acto y delimitar lo que no es, ofrece una primera aproximación. El acto psicoanalítico es un decir, un decir donde entra en juego la dimensión significante: “en la dimensión del acto inmediatamente surge (…) la inscripción en alguna parte, el correlato significante, que en verdad, no falta jamás en lo que constituye un acto” (Lacan, 1967-68, p. 6). “El acto dice algo” (Lacan, 1967-68, p. 84). Entonces, tiene que haber un significante que inscriba un acto. Ese significante, podrá ser leído, a la vez que constituido, sólo a posteriori. No está de más aclarar que la dimensión del decir en Lacan remite al discurso que, por mucho, va más allá de la palabra articulada, incluso puede prescindir de ella (Lacan, 1969-1970).

“Puedo caminar a largo y a lo ancho mientras les hablo, esto no constituye un acto, pero si un día, por franquear un umbral yo me pongo fuera de la ley, este día mi motricidad tendrá valor de acto” (Lacan, 1967-68, p. 6). Y ejemplifica: “Atravesar el Rubicón no tenía para César una significación militar decisiva; sino que, por el contrario, atravesarlo era entrar en la tierra-madre, la tierra de la República, aquella que abordar era violar” (Lacan, 1967-68, p. 73). César se rebela contra la autoridad del senado romano, mediante ese paso va más allá… de la ley, hacia algo prohibido.

En el acto, se trata para el sujeto de “cierto atravesamiento: suscitar un nuevo deseo” (Lacan, 1967-68, p.72). El acto instituye un comienzo, acontece a partir de un decir luego del cual el sujeto cambia. En Reseñas de enseñanza, Lacan sitúa: “el acto (a secas) ha lugar de un decir, cuyo sujeto cambia” (Lacan, 1988 p. 47). Luego del acto, se conmueve la posición subjetiva, así como la relación del sujeto con su verdad, entendida en este seminario como “la inscripción del significante en el campo del Otro” (Lacan, 1967-68, p. 53). El acto se articula entre un antes y un después, hay un corte y el sujeto ya no vuelve a ser el mismo.

Siguiendo estas coordenadas, y como veremos más adelante a la luz de algunos recortes clínicos, podríamos conjeturar que el arte culinario, no como mera actividad motriz sino como vehiculizadora de un decir, puede elevarse a la condición de acto, produciendo un nuevo sujeto. Lo que implica a su vez, que el sujeto decida ir más allá del lugar que ocupa a priori en el campo del Otro. Nuestra hipótesis es que ese movimiento puede surgir vía un acto creador en el marco de una escena clínica culinaria.

La entrada del Cine

Desde los tiempos más remotos las diferentes artes han rendido homenaje a las comidas y al gesto de cocinar. No es el objetivo del presente trabajo pasar revista a esos vastos aportes, pero sí hacer notar que la creación artística ha sido fuente para el pensamiento y la reflexión sobre el lugar que ocupa la cocina en la vida de las personas.

En una obra poco difundida, Les diners de Gala (1974), Salvador Dalí adelanta una serie de reflexiones, emanadas de su condición de pintor y exquisito gourmet. A propósito de la relación entre la palabra y el acto de cocinar y degustar un plato, dice Dalí (1974):

Una noche en Saulieu, Mr. Dumaine, el famoso chef, me dijo: “fíjese usted en esa franja de niebla que flota a media altura de los chopos. Por encima de los follajes, el cielo es transparente y las estrellas brillan. Al pie de los árboles, se podrían contar los tréboles que han brotado. Recójase usted, en el transcurso de esas veladas, cuando la niebla flota exactamente a esa altura, es cuando tengo todas las probabilidades de salir airoso en la preparación del pastel de carne en brioche que le voy a ofrecer”. Me senté en la mesa, contemplando el paisaje, y mi goce gastronómico resultó inigualable. De no haber mediado este discurso, hubiese ingerido ese mismo pastel de carne sin prestarle mayor atención. (p. 6)

Para coronar su idea, en otro pasaje llega a afirmar que: “El primer instrumento filosófico por excelencia del hombre, es la toma de conciencia de lo real por medio de las mandíbulas” (Dalí, 1974, p. 7).

En otras palabras, podemos decir que, el acto de cocinar y degustar se separa del orden de la mera necesidad para ser motor de la palabra y del pensamiento.

Pero si un arte se ha consagrado a desplegar el efecto de la degustación de manjares, ese ha sido el cine. Desde la primera aparición de una comida en el cine, con El almuerzo del bebé, de los hermanos Lumière (1895), hasta la moderna galería de películas y series sobre el tema, existe ya un subgénero claramente delimitado y adecuadamente estudiado (Hidalgo; Segarra-Saavedra y Rodríguez-Monteagudo, 2014). De esa amplia galería tomaremos cinco ejemplos, los cuales distinguen para nosotros la matriz conceptual que nos interesa a fines de una lectura e intervención clínica.

Comencemos por uno de los clásicos, que muestra de manera exquisita los efectos subjetivos del arte culinario. Se trata de La fiesta de Babette (Alex, 1987), basada en la obra El banquete de Babette (1986), de Isak Dinesen. Ambientada en una desolada aldea de Dinamarca a fines del Siglo XVII, narra la historia de Babette, una mujer francesa que trabaja por años como criada de dos ancianas solteras, hijas de un rígido Pastor, que las ha educado en la austeridad y el recato. Pero Babette se gana la lotería y decide invertir el dinero en la preparación de un banquete por el centenario del Pastor. El deseo de Babette que motoriza la preparación del banquete, los obstáculos sorteados en aquella aldea y la experiencia de degustar por primera vez en la vida semejantes delicias, cambiará el curso de los acontecimientos. En la entrada situacional teníamos al sujeto en déficit, anclado a una repetición sin remedio: esta posición está representada por las dos ancianas, ancladas al patriarcado y la ausencia de todo deseo.

En la misma línea argumental, aunque ambientada en los años 60 del siglo pasado, tenemos otro clásico, Chocolate (Hallström, 2000). El film narra la historia de una mujer soltera y su hija, recién llegadas a un pequeño pueblo francés. En ese ambiente católico y conservador, deciden instalar una bombonería justo frente a la iglesia y en época de cuaresma. Esto producirá un gran escándalo y despertará pasiones en los habitantes de una comunidad que vive de las apariencias, acostumbrada a respetar las tradiciones más moralistas. Gracias a las delicias que madre e hija producen con el chocolate y el deseo puesto en cada detalle podrán encontrar otro rumbo en sus vidas, a la vez que introducir cambios en la manera de pensar y de disfrutar de los habitantes.

A partir de la matriz que proponen estas dos películas, nuestro objetivo principal será el dar cuenta de las posibilidades que ofrece el recurso del arte culinario en el marco de una estrategia clínica. Por un lado, en el trabajo con infancias y adolescencias con dificultades en el desarrollo; por otro, con pacientes adultos en el marco hospitalario. A su vez, pensar a la luz de estas experiencias cuáles son los efectos subjetivos y subjetivantes, abordando la cuestión desde tres ejes, aclarando que se trata de un ordenamiento metodológico, ya que no es posible pensarlos por separado. Los mismos serían: la producción de efectos de subjetivación, el afianzamiento de una estrategia de intervención ético-clínica y la generación de un espacio de expresión creativa en la que el cine tenga un valor protagónico.

La cocina y la terapéutica

Tanto en Babette como en Chocolate, la entrada situacional muestra situaciones de déficit y repetición mórbida. En ese contexto, la intervención culinaria está destinada a conmover el universo subjetivo y ampliar sus límites. En esta línea, aportaremos breves viñetas extraídas de un taller de cocina, el cual constituye un dispositivo terapéutico que trabaja con un grupo reducido de niños, niñas y adolescentes con diagnósticos presuntivos de autismo y esquizofrenia.

La propuesta consiste en la implementación de un programa culinario que se inicia con la elección del plato a cocinar –realizada a través de diferentes variantes sugeridas por los pacientes y discutidas por el equipo terapéutico acorde al grado de dificultad y estima del tiempo de elaboración– su realización, planificación y compra de los ingredientes, pasando por el proceso de preparación y cocción, hasta el reconocimiento del producto elaborado, su degustación.

Como lo hemos visto en los puntos precedentes, los distintos autores coinciden en que las nociones de “crudo” y “cocido” aparecen con la adquisición del fuego y la transformación de los alimentos. Este movimiento, como también vimos anteriormente, es seguramente correlativo del advenimiento del lenguaje y de la actividad simbólica que distinguen a la especie humana. Ahora bien, en la ontogénesis de un sujeto, esta alternancia entre lo crudo y lo cocido está incorporada al lenguaje y forma parte de la cultura, al menos en occidente. ¿Qué ocurre en la infancia? Desde muy temprana edad el sujeto coexiste con la noción del fuego y va organizando un rudimento simbólico respecto del acto de cocinar. El punto que nos interesa trabajar es que, justamente, en el caso de los jóvenes que asisten al taller este tránsito se ve afectado y con ello la propia representación de la comida como producto de la transformación simbólica. El propósito terapéutico busca por lo tanto instalar un rudimento de este orden, al ofrecer una experiencia en la que toman contacto con las materias primas, participan de su manipulación y trasformación, reconocen el producto final y lo saborean.

En algunos casos, puede darse una oposición inicial a realizar las tareas, o la manifestación de un abierto malestar, expresado en frases tales como “no me gusta cocinar”. Sin embargo, en la intervención singular del caso por caso se advierte que la persona presta atención a las propuestas, así como a las respuestas de los compañeros. Entonces, comienzan a interesarse por la actividad, incluso en aquellos casos en que la actividad es realizada por primera vez en sus vidas. A medida que participan periódicamente se entusiasman, demostrando interés y curiosidad. Por ejemplo, respecto de las transformaciones de los ingredientes en el proceso de cocción, comienzan a preguntarse cómo sucedió. A partir de los cambios producidos nos preguntamos: ¿será que en el día a día no hay espacio para cocinar y degustar un plato y en lugar de eso sólo pueden responder que “no les gusta cocinar”? ¿Es posible recuperar este logro simbólico adquirido por la especie humana en quienes han carecido de este tipo de experiencias subjetivantes? Al tiempo que se producen estos cambios en relación a las actividades, se producen efectos subjetivos: así, los y las pacientes comienzan a hacerse un lugar en el taller, a tomar a su cargo tareas, como la de repartir los delantales, descubriendo poco a poco una experiencia culinaria placentera hasta ahora desconocida y repudiada.

Veamos otra situación que permite seguir más detenidamente la producción de efectos de subjetivación:

Se trata del caso de una joven autista que sólo dice unas pocas palabras sueltas, como “hola” o “pis”, y que ahora, además, logra hacerse entender con señas o muecas. Al llegar a la institución lo primero que hace es tomar una alfombra que lleva consigo durante toda la jornada. Se niega a soltarla si alguien se lo pide y sólo la arroja al piso cuando tiene que ir al baño. Durante la actividad trabaja sentada con la alfombra en su regazo, suele acercarse con la silla a sus compañeros y “pegotearse” al cuerpo de las profesionales cuando le explican alguna tarea. En situaciones en la que se altera suele levantar la alfombra en dirección a su cuello borrando la distancia que hay entre la mesa de trabajo y ella, o entre los compañeros y profesionales y ella. A medida que transcurre el taller se interesa por los utensilios de cocina y por los ingredientes. Observa curiosamente los movimientos de los demás, responde animadamente a las tareas que le son propuestas y demanda atención constante del equipo de profesionales. A medida que se engancha en lo que está haciendo comienza a “desengancharse” de la alfombra, la cual se cae al suelo, perdiéndose al menos por algún tiempo. Cesa la manipulación descontrolada de ingredientes y materiales y se abre el paso hacia movimientos intencionales que generan una mayor autonomía y gratificación, en la medida en que logra producir transformaciones con los objetos. Se genera entonces un espacio en el que una actividad placentera es posible, a la vez que surgen momentos que, aunque breves, alojan a un sujeto y su deseo. Podemos conjeturar que el trabajo en la cocina le permite a la paciente distinguirse de los objetos y recortar-se como un sujeto que realiza su propia actividad creadora. Como correlato de esto último, a lo largo de los meses comienza a pedir el delantal al inicio del taller, gradualmente se interesa por el cuidado de su pelo, uñas y aspecto general.

El taller posibilita la generación de un espacio de expresión creativa y lúdica, como lo expresa el siguiente caso. Un joven adulto, quien disfruta mucho de cocinar, suele hacerlo en su casa con su familia según su propio relato. Es muy perfeccionista y dedicado, aunque en ocasiones es difícil que permanezca en el taller por un tiempo prolongado. Con frecuencia sale del taller y en ocasiones prefiere quedarse en el patio sólo o con algún compañero “jugando de mano”, y también con frecuencia se lo convoca a regresar a la actividad. Cuando es posible que regrese y se conecte nuevamente con la tarea, el taller le permite disfrutar de su potencialidad creadora, fantasear con lo que está haciendo a la manera de un “chef profesional”.

El taller obra así mediatizando la irrupción de energía. En lugar de intentar fallidamente canalizar la irrupción de goce “jugando de mano” el espacio culinario ofertado le permite “jugar con las manos”, tramitar ese goce en más transformándolo en acto creador y obtener entonces una ganancia de placer. Freud, en El creador literario y el fantaseo (1908 [1907]) hace una distinción fundamental entre la actitud del adulto y del niño frente al fantaseo y al juego respectivamente. Respecto de este último afirma que:

El jugar del niño estaba dirigido por deseos, en verdad por un solo deseo que ayuda a su educación; helo aquí: ser grande y adulto. Juega siempre a «ser grande», imita en el juego lo que le ha devenido familiar de la vida de los mayores. (p. 129)

Propiciar las condiciones de posibilidad para la experiencia lúdica dentro del taller es una estrategia fundamental dentro del tratamiento. Juan Vasen en su obra Una nueva epidemia de nombres impropios (2011) propone la expresión fantasías actuadas para referirse a niños y niñas cuya actividad desborda cuando hay fallas en la constitución de actividades lúdicas y en el fantaseo. Afirma que, si un niño no puede fantasear, puede apelar a la sobre actividad, que es un equivalente a un juego, pero fuera de contexto; es allí cuando aparecen las fantasías actuadas. El hacer, el moverse de manera inquieta y monótona se convierte en el recurso principal de un juego que no logra desplegarse con una mayor riqueza simbólica. La apuesta ético clínica apunta a la emergencia de un sujeto que puede hacer con sus habilidades una máquina de transformar goce en placer (Miller, 1984).

Alimentarse, degustar, subjetivar(se)

El almuerzo es un hecho cultural. Se trata de un momento construido socialmente a lo largo de varios siglos, efecto del lenguaje y la organización social, propios de la especie humana. Sin embargo, no va de suyo la construcción de la escena del almuerzo en el marco de los dispositivos hospitalarios, por ejemplo, durante una internación en salud mental o en el marco del tratamiento semi ambulatorio de hospital de día. A la experiencia de este último dispositivo es a la que nos vamos a referir en este apartado, donde se intenta producir un ordenamiento espacio-temporal como efecto de intervenciones calculadas, y donde la presencia del profesional tiene una función esencial en el armado y sostenimiento de la escena (González Pla y Castañeda Agüero, 2017). Lo endeble del lazo social en pacientes psicóticos que participan del dispositivo, así como la carencia de escenas simbólico imaginarias que puedan replicarse en el día a día, nos invitan a reflexionar sobre el valor clínico que estas escenas –en apariencia tan sencillas, cotidianas, o incluso “automáticas” –, pueden tener como promotoras de subjetividad.

Viene aquí en nuestro auxilio otro clásico del cine gastronómico, Como agua para chocolate (Arau, 1992). Ambientada durante la Revolución mexicana, el film narra la historia de una muchacha que carga con una vieja tradición familiar: al ser ella la hija menor tiene prohibido casarse ya que debe cuidar de su madre hasta los últimos días de su vida. Nacida en la cocina de su casa, rodeada de aromas y sabores y criada por la cocinera de la familia, adquiere tempranamente un fuerte vínculo con la comida. Todo el relato se vale de la cocina mexicana como nexo y metáfora de los sentimientos de los personajes. Así, el arte culinario deviene un medio de expresión y de sublimación esencial; las cebollas serán motivo de llanto, la leche símbolo de maternidad, los pétalos de rosas despertarán pasiones incontrolables. El “realismo mágico” recorre todo el film y consigue por un lado expresar las sensaciones de quienes prueben las recetas y por otro, sobre el final del film, recrea lo que podría suceder cuando la renuncia pulsional ya no se sostiene y la pulsión de muerte gana la apuesta. [1]

Los pacientes que asisten a hospital de día suelen tener como común denominador una constelación familiar compleja. Como en el film mexicano, los mandatos paternos y maternos tienen un carácter limitativo de la potencia subjetiva y no resulta sencillo proponer estrategias clínicas que permitan deshacerse de esos lazos deficitarios. Cabe preguntarnos entonces: ¿Puede el almuerzo constituirse en un espacio terapéutico? ¿Existe una relación entre el acto de disfrutar la comida y la constitución del sujeto en el lenguaje?

Los vocablos “acompañamiento” y “acompañante” derivan del término antiguo y dialectal compaña, procedente del latín vulgar ´compañía´, derivado a su vez de panis, ‘pan’, en el sentido de ‘acción de comer de un mismo pan’ [2]. La etimología nos indica entonces que el acto de acompañar está desde sus inicios ligado al alimento, y como veremos, no sólo en su sentido metafórico.

Como decíamos al inicio del escrito, existe una profunda relación entre el acto de cocinar y el ritual de compartir la comida, y a su vez entre este último y la adquisición del lenguaje. Desde los inicios de la alimentación humana, durante el período paleolítico, los fogones eran comunes, lo que da cuenta tanto de la acción de comer en grupo como de la reciprocidad, especialmente de la carne fruto de la caza. En la medida en que la cocción de los alimentos pudo haber sido el factor decisivo en el tránsito de una forma de vida animal a otra más propiamente humana, la alimentación sólo recibe la plenitud de su sentido humano en el gesto de compartir.

De ahí el valor simbólico que adquiere para nosotros la escena del almuerzo en el hospital, la cual apunta a fomentar el lazo social, lazo que al igual que el lenguaje se encuentra afectado en estos pacientes. Cabe destacar que el almuerzo es la primera actividad del día, instancia en la que se recibe a los pacientes. Allí se genera cada día un primer punto de encuentro entre el hospital y ellos, un primer ordenamiento espacio-temporal, donde además de tenerse en cuenta la necesidad fisiológica de alimentarse, se abre la posibilidad de que circule la palabra. También comparten experiencias de cada uno de los pacientes, se conversa sobre las actividades dentro del hospital, sobre temas de actualidad, o sobre lo que tengan ganas de comentar. Por su parte, el “poner la mesa” implica un paso esencial en el armado de la escena. Mientras esperan la comida y a medida que van llegando, se encargan de buscar el mantel, los cubiertos, los vasos y las jarras; elementos del comer que mediatizan el uso directo de las manos con la comida. Este cuidado por la singularidad de la experiencia es una de las claves del valor del almuerzo como gesto de re anudamiento subjetivo (González Pla y Castañeda Agüero, 2017).

Al respecto, vale la pena citar una de las obras maestras de Charles Chaplin, Tiempos Modernos (Chaplin, 1925), en la que se presenta un ejemplo por la negativa. A través de la parodia, el film muestra los efectos deletéreos del almuerzo entendido como un mero trámite destinado a la ingesta en clave taylorista-fordista. Este pasaje antológico del film, que de no mediar el arte promovería en el espectador una angustia asfixiante, evoca perfectamente la posición de déficit que signan las patologías en salud mental. En ese contexto, resulta clave prestar atención a los detalles subjetivantes de la experiencia terapéutica. Por ejemplo, suele suceder que no todos los pacientes asistan diariamente al almuerzo, con lo cual es posible que haya porciones excedentes. En esos casos algunos de los pacientes suelen tomar dos o tres porciones juntas argumentando que “es lo mismo hacerlo de una vez o en varias veces, si de todas maneras se puede repetir”. Esto requiere de una intervención, no en la línea de las buenas costumbres, sino como apuesta clínica. Se trata de introducir un tiempo donde no lo hay: establecer un lapso (diez o quince minutos) para poder servirse una segunda porción o compartir las que quedan entre los pacientes que quieran repetir. Volviendo a la escena de Tiempos Modernos, recordemos que la empresa alimentadora se empeña en suprimir los “tiempos muertos”, imponiendo al atribulado comensal un bocado tras otro, sin pausa ni respiro. En las antípodas, la intervención del profesional en el almuerzo como estrategia clínica, no responde al capricho sino a una legalidad común para todos y al mismo tiempo externa a cada uno. La apuesta es la de introducir una pauta institucional que debe ser aceptada por el conjunto de los pacientes, cuyos efectos pacifican, y que en tanto terceridad permite el despliegue de un ordenamiento espacial y temporal.

El almuerzo se ofrece entonces como un espacio-tiempo del que el paciente podrá apropiarse, habiéndose situado sus condiciones de posibilidad. Así concebido, se presenta, no sólo como una estrategia terapéutica, sino como una apuesta ética. En esta línea consideramos que no se trata de una intervención psicoeducativa, ni de un intento de adaptar a los sujetos psicóticos a un “estándar” de convivencia, sino de ofrecer una propuesta para que cada paciente, de modo singular, pueda tomarla y así intentar recomponer algo del lazo social afectado. Que el paciente pueda salir del encierro, para enlazarse con otros. Se trata de un tiempo introducido entre plato y plato, y a veces entre bocado y bocado, como escansión productora de simbolización (González Pla y Castañeda Agüero, 2017).

Resulta pertinente la siguiente cita de la psicóloga Gabriela Zadra (2005), a propósito de su estudio sobre el comer y la psicopatología:

El tiempo demorado del placer se opone al tiempo urgido de la angustia. Hay un mínimo de duración exigible para la satisfacción, el tiempo del discurso, el tiempo necesario para el acto de la palabra. Para satisfacerse, habrá que hablar. El acto de la palabra liga la pulsión al significante. La pulsión, al articularse en palabras queda sometida a las leyes de la diacronía, a la temporalidad (…). Para el hombre, alimentarse está unido a la buena voluntad del Otro (…). Desde el inicio sólo es posible alimentarse en el encuentro con el Otro, lo cual implica la incorporación no sólo de alimento, sino fundamentalmente, de palabras. (p. 93)

Volviendo a ese bello pasaje de Salvador Dalí “El primer instrumento filosófico por excelencia del hombre, es la toma de conciencia de lo real por medio de las mandíbulas”, el acto de degustar una comida se emparenta con el pensamiento. Recuperar el momento del almuerzo y acompañar a los pacientes en esa travesía es también compartir con ellos el sabor del lenguaje.

Y una vez más, el cine es la metáfora por excelencia de esta dinámica subjetiva. Para cerrar este escrito, tomemos entonces un último clásico: Delicatessen (Caro y Jeunet, 1991). En este caso se trata de un film cuyo inicio se caracteriza por el caos y el desorden más absoluto. En las antípodas de lo que nos presentan los escenarios cinematográficos anteriormente citados, en donde el acto de cocinar y compartir una comida aparece en su vertiente de plus, la entrada del tema en este film se ubica en la vertiente del déficit. "Delicatessen", sitio donde se ofertan productos exclusivos, de "exquisita ejecución", en la ficción deviene una ironía para designar lo contrario. Ambientado en Francia durante la posguerra, donde no sólo el hambre abundaba, sino también el odio y la carencia de lazos sociales, se abre la pregunta ¿cuándo la comida deja de ser una actividad simbólica? ¿Qué hacer frente a esa degradación radical de la condición humana? El film nos invita a reflexionar sobre lo insoportable del porvenir luego de la guerra. El humor negro de una suicida a quien le resulta imposible consumar su acto y lo sublime de un artista que sabe hacer con sus piruetas, son los recursos elegidos. El arte culinario podrá entonces recuperar su función de velo frente al horror de los cuerpos fragmentados.

Para concluir

A modo de cierre, esbozamos algunas conclusiones preliminares sobre la posibilidad de abordar problemáticas complejas del campo de la subjetividad, a través del arte culinario y el arte cinematográfico.

Como lo muestran los distintos recortes de ficciones literarias, cinematográficas y de viñetas clínicas presentadas en este artículo, el acto de cocinar como parte de una estrategia terapéutica permite desplegar una serie de acontecimientos en el sujeto, y a partir de ella, producirlo como tal.

Las intervenciones terapéuticas a través de la cocina y del tiempo-espacio de saborear la comida pueden devenir modos novedosos de tramitar la pulsión en casos de patologías severas. La actividad culinaria como proceso sublimatorio, si bien está inmersa en el lenguaje, puede prescindir de la palabra articulada. En este sentido, la estrategia de trabajo propicia un abordaje terapéutico que opera en acto cuando la palabra articulada no alcanza al cuerpo.

Esto habilita que, en ocasiones, el sujeto pueda recortarse del campo del Otro y que acepte la presencia de otros. Así, cocinar, degustar y comer, devienen actos de discursos que crean sujeto y subjetividad, transformando los vínculos familiares y propiciando el lazo social.

Referencias

Arau, A. (productor y director). (1992). Como agua para chocolate [cinta cinematográfica]. México: Miramax.

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NOTAS

[1Como una interesante coincidencia, el primer capítulo del relato está fechado en 1895, año de la publicación del Proyecto de Psicología anteriormente citado.

[2Corominas, Joan, Breve diccionario etimológico de la lengua, Editorial Gredo: Barcelona, 1973, pág. 162.