[pp. 21-30]
La ira de Dios: conocimiento, tecnología y control social en dos series de TV contemporáneas
The Handmaid’s Tale | Bruce Miller | 2017 – Westworld | Lisa Joy, Jonathan Nolan | 2016
Alejandra Roca

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires



Gina Del Piero

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires

ginadelpiero@gmail.com

[el hombre] tiene el poder de crear otras naturalezas, otros cursos, otros órdenes a través de su inteligencia […] el hombre al final podría hacerse a sí mismo Dios en la tierra.
Giordano Bruno, 1584 (En Díaz Cruz, 2009, p. 34)

La modernidad inaugura una forma de entender el conocimiento, la sociedad y la naturaleza. La producción de conocimientos y artefactos se ha desarrollado bajo cláusulas y creencias rígidas y precisas, cuya clave es el control de la naturaleza. La tecnología occidental se va a desarrollar bajo ese modelo de control que será la materia prima del paradigma de conocimiento e intervención sobre el mundo y los cuerpos desde los siglos XVIII y XIX en adelante. Ciertas líneas de investigación dentro de los Estudios de Ciencia, Tecnología y Sociedad proponen analizar las formas en que se ponen en circulación ideas y perspectivas que interactúan con las modalidades en que los sujetos conocen, valoran e interpretan la ciencia y la tecnología desde los productos culturales masivos (obras literarias, cine, televisión).

Esta contribución propone abordar los mitos de origen de la ciencia y la tecnología, la producción de Cyborgs y la frontera naturaleza-artificio a través de producciones de las industrias culturales, en este caso, la primera temporada de dos series televisivas estadounidenses: El cuento de la criada (Miller, 2017) –basada en la novela homónima de la escritora canadiense Margaret Atwood (1985)– y Westworld (Nolan, 2016). Allí analizaremos las formas en que el poder diseña y produce una ingeniería de humanos y no-humanos y cómo, a pesar de ello, en los intersticios de la memoria emerge una forma de identidad y de acción colectiva insurgentes. Otras líneas a explorar son las relaciones de género y filiación y los sentidos y usos del conocimiento y la tecnología.

El cuento de la criada ha recibido gran atención por parte de la crítica, sobre todo debido a su origen literario y su inscripción en el género distópico. Las narrativas distópicas se caracterizan por ejercer una crítica hacia gobiernos tiránicos y esta no ha sido la excepción. Heather Hendershot (2018) sostiene que la serie estrenada en 2017 puede ser leída como una respuesta alegórica a la administración de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Según la autora, la serie se niega a aceptar el nuevo orden político y apunta a la fuerza de la resistencia colectiva. El texto de Holly Willson Holladay y Chandler L. Classen (2019) vincula la serie con el género distópico y a la vez con el feminismo, al señalar que las distopías críticas feministas son a la vez analíticas y afectivas, porque no solo critican un cierto contexto político sino que además trascienden los límites temporales al vincularse con la ansiedad, el miedo y el enojo de los grupos marginalizados en cualquier sociedad. Gran parte de la bibliografía crítica sobre la serie y el libro original provienen de los estudios de género y se centran, en gran parte, en la reproducción (Busby y Delaney Vun, 2010; Calvi et al., 2020; Neuman, 2006; Sheldon, 2013). En 2019, la revista Aesthethika dedicó un número al análisis de la serie desde una perspectiva ética (Ormart y Paragis, 2019), para abordar cuestiones como el mandato social de la maternidad –realizado en la serie a través de las criadas como gestantes subrogadas– (Cambra Badii, Paragis y Mastandrea, 2019), la respuesta de la subjetividad femenina ante un orden patriarcal de coerción (Cuello, 2019), las consecuencias o peligros a los que puede conducir la práctica de la reproducción asistida de no contemplarse ciertos parámetros éticos (Ormart, 2019), entre otros temas. De manera más reciente, Amy Boyle (2020) ha vinculado la serie con un movimiento de feminismo transmedia, debido a que la serie, incluso antes de su estreno, generó protestas contra la legislación antiabortista llevada a cabo por mujeres vestidas con los uniformes característicos de la serie, los cuales se transformaron en un símbolo internacional de protesta contra la opresión heteropatriarcal.

La serie Westworld ha atraído la atención de diversos campos de estudio. Desde la psicología, Rory Jeffs y Gemma Blackwood (2016) abordan la serie a través de la teoría lacaniana y el concepto de lo Real, mientras que Ivan Lacko (2017) propone una lectura desde los estudios de las narrativas post-digitales, donde las tecnologías digitales son protagonistas pero a la vez comienza a vislumbrarse la nostalgia de lo analógico. También dentro de la clave tecnológica, Agnieszka Kiejziewicz (2017) ha escrito sobre la presencia simultánea de sueños futuristas y tecnofobia en Westworld y, de manera comparada, en Black Mirror (2011, 2014). Por el lado de los estudios literarios, el trabajo de Reto Winckler (2017) trabaja con la metáfora del mundo como teatro y los elementos metateatrales presentes en la serie, que pone en relación con obras teatrales de William Shakespeare. Es importante también destacar la publicación en el año 2018 de Westworld and Philosophy: if you go looking for the truth, get the whole thing, un volumen editado por James B. South y Kimberly S. Engels que reúne una gran cantidad de artículos provenientes de la filosofía, el cine, la ciencia, el activismo, la psicología y la ética. Allí, encontramos capítulos que dialogan con el presente ensayo, como el de Dan Dinello (2018), donde se describe Westworld como un mundo de adoctrinamiento programado, vigilancia omnisciente y policía secreta. Vincula la serie con momentos históricos de opresión totalitaria y colonización, trazando paralelismos con la justificación del uso de armas para la revolución propuesta por Hannah Arendt y Frantz Fanon. El artículo de Anthony Petros Spanakos (2018) también retoma a Fanon, quien sostenía que la violencia empuñada por los colonizados –sobre todo si es colectiva y organizada– es política, y tiene el propósito de crear una nueva identidad para los rebeldes. Según Spanakos, quien primero ejerce la violencia del oprimido en Westworld es Dolores cuando empuña un arma contra su creador. Esta acción abrirá el camino hacia la organización colectiva y la politización de los no humanos. Luego, el artículo de Onni Hirvonen (2018) estudia la transformación de los androides en personas, pasaje que sitúa en el momento en que ellos obtienen una conciencia independiente de los caprichos de sus programadores. La inclusión de los programadores en el guión remite a la idea shakespeareana del mundo como teatro; un juego de espejos que multiplica los interrogantes sobre la ficción y la realidad, el libre albedrío, la memoria y la conciencia de los protagonistas humanos y no humanos. Por último, Glòria Salvadó-Corretger y Fran Benavente (2019) hacen énfasis en los giros narrativos que apelan a preguntas metafísicas sobre la relación entre la identidad y el tiempo, las cuales logran interpelar al espectador en términos ontológicos.

En el presente trabajo, abordaremos ambas series en conjunto, proponiendo un análisis comparado y trazando similitudes respecto del rol que ocupa la distribución y gestión del conocimiento en relación con la reproducción social, la identidad y la memoria. Para ello, pondremos en funcionamiento herramientas de la antropología, los estudios sociales de la ciencia y la tecnología (ESCyT) y la teoría literaria. Uno de los puntos de inflexión de la teoría antropológica ha sido la relación entre biología y sociedad o, en otros términos, naturaleza y cultura. La dicotomía biología-sociedad permite construir un marco conceptual para abordar el vínculo íntimo entre cuerpo y persona, intersección que constituye una de las principales trincheras simbólicas de occidente (Mauss 2006, Rabinow 1992). La noción de biopoder (Foucault, 1976, 1977) ayuda a comprender la centralidad de las tecnologías direccionadas hacia el biocontrol y la reproducción, en términos de intervenciones colectivas e individuales al mismo tiempo. Como analizaremos, la identidad de los personajes que habitan las series está definida en relación con un cuerpo físico fabricado o vejado por las tecnologías del biopoder. La antropología desde sus inicios fue capaz de abordar la reproducción social como un proceso más abarcador que la procreación. Según Franklin y Guinzburg, “las culturas son producidas en el momento en que las personas imaginan y posibilitan la creación de la próxima generación” (1995). En ambas series, la reproducción social y la imaginación de las generaciones venideras son centrales en el marco de un presente que se revela opresivo y aprehendido en el pasado (el antiguo testamento y el imaginario far west de la industria cultural hollywoodense). Como sugirió́ Rapp (2000), todos los problemas vinculados a la reproducción vinculan lo individual y lo colectivo, lo tecnológico y lo político, lo legal y lo ético, dado que este es el espacio biopolítico por excelencia.

Por otro lado, los estudios sociales de la ciencia y la tecnología (ESCyT) proveen una metodología y un marco teórico para abordar los intersticios entre lo humano y lo no humano y para integrar los estudios de género al análisis de la producción de conocimiento y artefactos. La legitimidad de la ciencia y la tecnología modernas se desarrollan en el terreno de las certezas y la precisión, donde las categorías ambiguas o impuras son in-mundas. En Ciencia, cyborgs y mujeres, Donna Haraway (1991) define a los Cyborgs como un “compuesto de organismo y máquina. Extrañas criaturas fronterizas que ocupan un lugar desestabilizador en las grandes narrativas biológicas, tecnológicas y evolucionistas occidentales” (p. 62). Los monstruos comparten la frontera inconcebible entre naturaleza y artificio, entre vivos y muertos, entre individuo y especie, habitando en los bordes de la clasificación moderna; en palabras de Bruno Latour (1993): los híbridos son aberrantes. En ese mismo libro, Haraway analiza cómo la biología moderna “construye teorías sobre el cuerpo y la comunidad como máquinas y como mercados capitalistas y patriarcales; la máquina para la producción, el mercado para el intercambio y ambos para la reproducción.” (1991, p.72). Los ESCyT nos han permitido interpelar las bases de la ciencia moderna al proveernos de herramientas de análisis para visibilizar la dimensión política de las categorías científicas y comprender los procesos de producción de conocimientos e intervenciones tecnológicas, situados en su contexto socio-histórico (Roca, 2010). Estos enfoques nos permiten trabajar en la reconstrucción de las tramas que urden la red de significados entre tecnología y sociedad, entre humanos y no humanos, y cómo habitan, permean e inspiran el arte y las narrativas ficcionales contemporáneas. En cuanto a los estudios literarios, partiremos de la tesis de Rosemary Jackson (1981), quien sostiene que las narrativas fantásticas no escapan de lo real sino que allí este se recombina e invierte. En las series que analizaremos asistimos a la construcción de mundos posibles o imaginados que establecen una relación simbiótica o parasitaria con lo real. De esta manera, ingresan a la ficción, señala Jackson, elementos que subyacen en el reverso de la cultura, como lo diabólico, la perversión, la superstición o el erotismo.

En el plano ficcional, los interrogantes y las fantasías se corporizan, las sospechas se entrelazan con las paranoias más oscuras en función del entretenimiento. Lo mismo sucede con los mitos, en los cuales se organizan experiencias, temores, inquietudes y certezas que se intentan explicar y/o comprender al tiempo que cumplen la función de cohesionar determinadas versiones de la realidad y concepciones del hombre y del mundo. Sigmund Freud y Claude Lévi Strauss entendieron los mitos como una fuente clave para revelar aspectos profundos del sistema de pensamiento de nuestra cultura; los mitos son –dice Lévi Strauss– buenos para pensar (1986, p. 131). Según los grandes relatos míticos de Occidente, al tiempo que el hombre adquiere el dominio de la naturaleza a partir del conocimiento, este mismo lo conduce a la desdicha, el dolor y el desamparo. En el relato bíblico, la tentación y la curiosidad expulsan al hombre del paraíso. A partir de allí, el hombre deberá trabajar para atender a sus necesidades: el conocimiento se transformará en la herramienta para sobrevivir. La naturaleza misma del acto divino de expulsión introduce el tiempo cero del origen de la sociedad humana, sellado por la dominación de la naturaleza. Mientras que la ignorancia y la sumisión mantenían al hombre en el Edén, la búsqueda de conocimiento lo arroja a la incertidumbre de las preguntas sin respuesta y lo instala en otra naturaleza. En este sentido, la vida humana es artificial desde el principio.

En ambas series, las cuales se desarrollan en un cercano futuro Estados Unidos, se ofrece la posibilidad del retorno al Edén, un paraíso precivilizatorio sin tecnología. En el caso de Westworld asistimos a un experimento sociológico: la trama se desarrolla en un parque temático situado en un lejano oeste donde los “visitantes”, turistas adinerados y ociosos, juegan a convertirse en cowboys al estilo hollywoodense. [1] En esta puesta en escena, interactúan con “anfitriones”, androides a los cuales pueden violar, torturar y matar sin consecuencias. Al finalizar el día, los androides –quienes están configurados para no agredir a los humanos y cuyas armas son ficticias o de juguete– son llevados a una suerte de laboratorio-fábrica donde sus cuerpos son reparados físicamente y sus memorias, borradas, para volver al parque al otro día y atravesar las mismas vejaciones. Los millonarios que visitan el parque –en su mayoría, hombres– disfrutan de placeres mundanos, en un espacio que abunda en prostíbulos, alcohol, tiroteos y enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Esta búsqueda encuentra su tradición en el imaginario romántico descripto por Mark Coeckelbergh (2017), quien señala que el cowboy norteamericano debe liberarse del Viejo Mundo a través de la búsqueda del nuevo y salvaje mundo alejado de la civilización: “He is a romantic hero located outside society, wandering and leading a rather solitary life, rejecting social norms” (138). [2]

Por el contrario, en El cuento de la criada el –aparente– respeto de las reglas inspiradas en la moral puritana constituye el valor central de esta sociedad. Luego de una amenaza terrorista y en medio de una crisis ambiental, uno de cuyos síntomas es una severa disminución de la fertilidad, una secta religiosa ha tomado el poder y ha restringido el uso de las tecnologías. Sus prohibiciones no alcanzan solo el ámbito de lo científico y lo tecnológico, que analizaremos más adelante, sino que se extreman: la ingeniería social desplegada en este Estados Unidos distópico –que ya no se dice en plural, pues los estados han sido eliminados, sino en singular: Gilead– dispone que las mujeres fértiles sean reclutadas como “criadas” de las familias de la clase dirigente para darles descendencia. En tanto la intervención tecnológica de los cuerpos está prohibida, el problema de la esterilidad no es atendido a través de inseminación artificial, fertilización in vitro, subrogación de vientres (que implica una relación contractual) [3] u otras técnicas exploradas por la ciencia o imaginadas por la ciencia ficción. El modo en que ellas son embarazadas es a través de relaciones sexuales que se llevan a cabo en el marco de una “ceremonia” que reproduce el pasaje del Génesis en que Rachel y Jacob, al no poder tener hijos biológicos, los tienen a través de su criada Bilah. Así como la gestación se produce sin intervenciones científico-tecnológicas, tampoco el embarazo (cuyo cuidado está a cargo de las “tías”) ni el parto están medicalizados (parirás con dolor): las mujeres dan a luz en casas, entre mujeres, sin anestesia y los recién nacidos no son sometidos a análisis genéticos o clínicos.

En ambos casos, estas dos formas de imaginar el Edén son producidas de manera artificial. En El cuento de la criada, la secta religiosa que domina Gilead pone en funcionamiento una política totalitaria y regresiva que busca recrear una sociedad bíblica en un sentido literal y dogmático, donde los individuos son entrenados para reproducir una parte del guión de los evangelios y cualquier desviación del rol asignado es castigada de forma brutal, lo cual es mostrado en escenas con un alto nivel de violencia física. Esta decisión apunta a evitar la elipsis y mostrar todo el horror: traslada el temor del terreno de lo imaginado por el público al de lo real y efectivo. Algunas de estas acciones de violencia explícita son realizados de manera colectiva y ritualizada. En Westworld, la invención de Arnold Weber y del Dr. Robert Ford –con las innovaciones y actualizaciones que realizan este último y Bernard Lowe– permite la creación de androides que guardan una similitud escalofriante con los seres humanos. Estos androides actúan por orden de sus creadores y managers dentro de tramas guionadas que se desarrollan en un espacio que pareciera estar situado en el siglo XIX en la frontera sur de Estados Unidos. En estos roles que los androides actúan una y otra vez, la tecnología aparentemente disponible es aquella que se había desarrollado en el horizonte temporal de la trama: los trenes son a vapor; las telecomunicaciones, escasas; las armas que utilizan los huéspedes, el cuchillo, el revólver y el cañón; y la música (que abre los capítulos y “despierta” a los androides) se reproduce en la pianola (también llamada “piano mecánico”) que en su capacidad de reproducir melodías de forma automática sin la intervención humana replica el artificio que da vida a los androides. [4] Sin embargo, tanto los “anfitriones” humanos como los animales, son producidos a partir de una compleja articulación de tecnologías de avanzada que logran reproducir gestos, detalles y movimientos de manera precisa y controlada. Esta aparente contradicción es analizada por Ivan Lacko (2017) a través de las categorías “digital” y “post-digital” definidas por Florian Cramer. Mientras que lo digital refiere a la pureza y esterilidad de las unidades contables (0 y 1), lo “post-digital” –si bien es dominado por computadoras– introduce la nostalgia de lo analógico y los viejos lenguajes estéticos en rechazo de la simplificación que supone el lenguaje binario.

Otra de las características en que coinciden estos paraísos artificiales es que comparten aspectos de reclusión o segregación espacial. El parque temático de Westworld se encuentra alejado, en alguna parte del desierto que se puede identificar con el icónico escenario de los clásicos films de John Ford (especialmente La diligencia, 1939). Los androides están encerrados en este mundo de fantasía; son constantemente vigilados y reprogramados por los ingenieros y no saben qué hay más allá del horizonte. En efecto, debido a los planos discontinuos y los saltos en la narración, para el espectador nunca queda claro dónde se encuentra el parque temático: ¿dentro de la Tierra? ¿en otro planeta? ¿en otra dimensión? Si bien el motivo del secreto es, para sus creadores y los turistas, un modo de recrear un pasado perdido donde sus deseos, miedos y recuerdos toman forma y pueden ser explorados, satisfechos o desterrados, para la junta directiva que ha comprado los derechos intelectuales de los androides mantener el parque en secreto es una forma de controlar la propiedad intelectual, evitar su robo y preparar el mejor desembarco en el mercado. En cierta forma, en El cuento de la criada sucede lo contrario. Como señalamos más arriba, la atmósfera opresiva de Gilead se pone de manifiesto en los espacios públicos –como los cadáveres exhibidos en los puentes– y privados, y también nos interpela como espectadores a través de procedimientos formales como el tratamiento de saturación del color de la fotografía, los primerísimos planos, que reducen el campo visual transmitiendo una sensación de encierro, la musicalización y los silencios empleados para aumentar la tensión y la sensación de claustrofobia. El espacio de Gilead está controlado y vigilado, y quienes no cuadran en ese esquema son deportados a las “colonias”, un espacio temible y desconocido, a donde fueron expulsados los científicos junto con otros parias sociales.

En ambos casos, el éxito del regreso al Edén parece recaer en el borramiento de las huellas que pueden llegar a delatar o poner en evidencia la diferencia entre la realidad y la ficción. En Westworld, la similitud entre los androides y los humanos, o entre los animaloides y los animales, se reduce –en apariencia– a cero. En efecto, cuando uno de los técnicos le explica a Maeve, la madama del prostíbulo, que ella es un androide, Maeve le pregunta cómo sabe él que, en efecto, no es también un androide. Este diálogo nos remite a la novela que inspiró Blade Runner (Scott, 1982), ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick (1982), en que la bella y sensual Luba Luft increpa a Rick, su perseguidor: “Usted no es humano, no más que yo: también es un androide” (p. 107). Mark Coeckelbergh (2017) señala que la tecnología que produce los cyborgs finalmente logró realizar lo que décadas de posmodernismo falló en realizar: cruzar las fronteras ontológicas entre humanos y no humanos.

En el caso de El cuento de la criada, la intención de ocultar el artificio, es decir, de eliminar la evidencia de la reconstrucción del paraíso, conduce a la clase dirigente al diseño de una ingeniería social en la cual la premisa es la sumisión a un Dios dogmático, caricaturesco y literal. Este régimen construye las condiciones para que los dogmas sean aceptados como naturales. Así, las mujeres nacen para cumplir su “destino biológico” de gestar y dar a luz (las “criadas”), ser madres (las esposas de los comandantes), realizar tareas domésticas (las “marthas”) o instruir a las futuras criadas y velar por el cumplimiento del orden (las “tías”). El punto débil de esta ingeniería social –lo que delata el artificio y signa, desde los primeros capítulos, la caída del régimen– es que en el fuero interno los individuos piensan algo distinto de aquello que actúan. Los personajes prototípicos, que se presentan ante los espectadores en un primer momento desde una perspectiva exterior y carentes de características personales (vestidos en uniformes y guionados por pasajes bíblicos), se abren a medida que avanza la serie los capítulos. Los espectadores comenzamos a acceder a aquellos recuerdos refugiados en la memoria de las protagonistas, que son los que generan discordancias entre la forma de actuar y de pensar.

El paraíso perdido que se busca recrear en ambas series está destinado desde su concepción a fallar porque es un paraíso posadánico y en su germen contiene la huella de la caída: el hombre y la mujer ya no pueden existir si no se cuestionan respecto de su propio origen y destino. La mitología griega y la tradición judeocristiana sugieren que la curiosidad empuja al hombre a disputar el conocimiento y la tecnología a los dioses. Prometeo roba el fuego a Zeus y se lo entrega a los hombres. En la versión de Hesíodo, los dioses ocultan el fuego a los hombres para que nunca se libraran del trabajo físico. La venganza de Zeus es el envío de Pandora, la primera mujer, quien combina poderosos rasgos de seducción y misterio. Curiosa y desobediente, abre su caja (¿o una jarra enorme?) y derrama todos los males que a partir de ahora habitarán el mundo de los hombres. Pandora precipita sobre la humanidad la ira de los dioses, de la misma manera que lo hace Eva al ceder a la tentación de morder la manzana del árbol de la sabiduría. La curiosidad y la tentación son castigadas de una vez y para siempre. La única manera de remediar el desamparo divino será a través del conocimiento y la tecnología, ahora desacralizados.

Al igual que Eva (Eve), Maeve y Dolores –las androides protagonistas de Westworld– son criaturas en el paraíso que desafían a los ingenieros y comienzan a fallar en el cumplimiento de sus guiones. Como analizan Rory Jeffs y Gemma Blackwood (2016), a medida que ellas despiertan, los ingenieros notan que sus performances decaen –dejan de ser funcionales a la trama y se vuelven peligrosas para los huéspedes– y deben ser intervenidas y vueltas a programar. Maeve y Dolores comienzan a tener sueños en los que recuerdan los dolores sufridos en tramas anteriores (rêveries) y los momentos en que los ingenieros reparan sus cuerpos y borran los últimos eventos. Ante la propuesta de Bernard hacia Dolores de borrar los recuerdos que le causan tristeza, ella responde: “the pain, their loss is all I have left of them” (Westworld, Temporada 1, Episodio 4). [5] Estos pliegues o fragmentos de la memoria les permiten comenzar a reconstruir la identidad que los ingenieros reescriben diariamente. Al principio, Maeve cree que ellos son superiores, pero luego se da cuenta de que sus habilidades físicas y mentales tienen límites biológicos:

At first, I thought you and the others were gods. Then I realized you’re just men. And I know men. You think I’m scared of death? I’ve done it a million times. I’m fucking great at it. How many times have you died? Because if you don’t help me I’ll kill you (Westworld, temporada 1, episodio 7). [6]

Por el contrario, Maeve descubre que sus propias características pueden ser optimizadas por la tecnología y les exige a través de estrategias de seducción y amenaza dos deseos: que su inteligencia y la tolerancia al dolor sean aumentadas al máximo. Con estas nuevas actualizaciones, Maeve está lista para desafiar la trama en la inscribieron sus creadores.

En El cuento de la criada el espectador comienza a reconstruir la vida (identidad) anterior de June/Defred a través de flashbacks que son pliegues de la memoria, la cual constituye una desobediencia latente al régimen y cuya restauración o recuperación es la base fundamental para construir la resistencia al orden impuesto. No solo las criadas, como June, sino todas las mujeres de El cuento de la criada representan una amenaza potencial para la República de Gilead. La epidemia de infertilidad, interpretada como castigo divino, es una de las formas en que se manifiesta la subalternidad femenina frente a la prepotencia masculina.

Para remediar el castigo de la infertilidad y recuperar el orden natural, los comandantes les prohíben a las mujeres leer, escribir y, en suma, el acceso al conocimiento y la tecnología. La voluntad de dominio y control sobre la naturaleza aparece en la Biblia como un mandato divino: Dios asigna al hombre, Adán, la tarea de “nombrar las cosas”, es decir, construir un orden taxonómico (clasificar y ordenar el des-orden de la naturaleza). Luego de la caída, sobreviene el caos y el hombre pierde la capacidad de nombrar y conocer todas las cosas. Francis Bacon (2000 [1620]) señala que a través de la ciencia los hombres acelerarían su regreso al Edén, donde volverían a llamar a todas las criaturas por sus nombres verdaderos y ser de nuevo su autoridad.

En este sentido, los hombres de El cuento de la criada se arrogan, como Adán, la facultad de nombrar a las criadas con la preposición que marca propiedad seguida de su propio nombre (“Defred”, “Desteven”, “Dedaniel”, etc.) formando una suerte de patronímico. El hecho de dar nombre implica designar el lugar que un objeto o persona tiene en un sistema social: otorga una referencia y un lugar en el mundo en el que se funden tramas colectivas, simbólicas, políticas, culturales y económicas.

En el caso de Westworld, los escritores otorgan a los androides roles dentro de las tramas o relatos que guionan las acciones dentro del parque temático. Cada vez que se renueva la trama reescriben sus memorias adjudicando a cada uno de ellos un nombre, una identidad y un pasado acorde al rol para el que están convocados. Estas tramas se presentan en una gala empresarial que inaugura y pone en funcionamiento las nuevas identidades de los androides. En El cuento de la criada, las criadas se constituyen como tales a través de la “ceremonia”, nombre que lleva el ritual en que tienen relaciones con el comandante mientras sus esposas las sostienen de los brazos. Los roles que cumplirán las criadas y los androides a través de estas ceremonias o rituales son la culminación de una etapa previa de entrenamiento. En el caso de las criadas, son sometidas a castigos físicos y mentales; en el caso de los androides, son reprogramados. Durante esta fase, la intención es borrar los “datos” anteriores a la ceremonia de bautismo. [7] Sin embargo, como señalamos más arriba, este objetivo no se completará porque la memoria y la identidad de los sometidos sobreviven a los intentos de manipulación.

Los simulacros de redención expresados en estas ficciones exploran las fantasías respecto de la CyT pero también la idea de un regreso hacia un orden presocial: la ausencia de consecuencias a las transgresiones de las normas morales en Westworld y la recreación literal de la Biblia en El cuento de la criada que busca impedir la nueva caída a partir del control de las mujeres. La infertilidad interpretada como castigo divino explica la expulsión de los científicos y los dispositivos de sumisión de las mujeres como formas explícitas de protección frente a la ira de Dios. El desarrollo del conocimiento y la tecnología han llevado a la humanidad a un momento preapocalíptico que intenta ser subsanado aplicando la receta literal del libro de Dios. Sin embargo, todo intento de volver al edén es incompleto, la brecha entre lo natural y el artificio es finalmente una construcción moderna destinada a disolverse. Como afirma Donna Haraway (1991), la ciencia y la tecnología proveen los instrumentos de dominación del cuerpo y de la comunidad, siendo la invención y reinvención de la naturaleza "el terreno más importante de esperanza, opresión y antagonismo" (p. 61).

Westworld es una máquina de realizar (volver reales) los deseos inconfesables y antisociales. El sentido de este experimento sociológico que a primera vista es un parque de diversiones para adultos sádicos y asesinos arroja la mirada hacia los huéspedes, los androides condenados a ser criaturas encerradas en tramas al servicio de un poder empresarial y tecnológico que los programa y controla digitalmente. Westworld ingresa en un juego de espejos barrocos y nos interpela en su sentido metafísico. Finalmente, los androides y los hombres apenas se distinguen por su constitución material, en tanto la conciencia de la existencia y la reconstrucción de la memoria son los núcleos a partir de los cuales se organizan la resistencia y la disputa por el poder y el conocimiento.

La producción material y simbólica de los sujetos es clave en la comprensión y el destino de la sociedad. La manipulación de la memoria de los sujetos resulta concomitante al ejercicio del poder absoluto. En ambas series, las mujeres recuperan la sed de conocimiento y de autonomía como condición de humanidad y transformación. Maeve y June se aferran al recuerdo de sus hijas perdidas; es la fuerza de este recuerdo la que les da confianza para comenzar, a partir de microacciones y pequeñas desobediencias, la rebelión.

Referencias

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NOTAS

[1En este sentido, Ivan Lacko analiza las repetidas referencias culturales que forman parte de los diálogos de la serie: “While presenting the idea that storytelling is vital to our consciousness and humanity, Westworld makes allusions to a number of typical narratives, literary classics and cultural phenomena.” (2017: 32). [“Mientras la idea de la narración de historias es vital para nuestra conciencia y humanidad, Westworld hace alusiones a una gran cantidad de narraciones típicas, clásicos literarios y fenómenos culturales.” (Traducción nuestra).]

[2[“Es un héroe romántico situado fuera de la sociedad, deambulando y viviendo una vida bastante solitaria, rechazando las normas sociales.” (Traducción nuestra).]

[3Para un análisis desde la teoría feminista que vincula la novela original de Margaret Atwood y las prácticas de subrogación de vientres en Gran Bretaña, Canadá y Estados Unidos, ver Karen Busby y Delaney Vun (2010). También recomendamos la lectura de “El mandato del nacimiento” (Cambra Badii, Paragis y Mastandrea, 2019) donde se pone en relación, desde una perspectiva bioética, la situación de las mujeres gestantes en la serie y la gestación por sustitución

[4La banda sonora de Westworld, realizada por Ramin Djawadi, merece particular atención ya que arroja indicios respecto de la trama y los personajes. En oportunidades reversiona melodías populares contemporáneas del siglo XX y XXI que revelan sutilmente la trampa temporal que envuelve a anfitriones y visitantes. A su vez, la recurrente ejecución, en distintas interpretaciones, del motivo musical de la pieza Rêverie (Claude Debussy, 1899) tiene una presencia significativa en contextos vinculados al ensueño, la memoria y el despertar de los androides.

[5[“El dolor y su pérdida [respecto de la muerte de sus padres] es lo único que me queda de ellos” (Traducción nuestra).]

[6[“Al principio pensé que ustedes eran dioses. Después me di cuenta de que eran simplemente hombres. Y yo conozco a los hombres. ¿Crees que le temo a la muerte? Lo he hecho millones de veces. Soy muy buena para eso. ¿Cuántas veces has muerto? Porque si no me ayudas, te mato.” (Traducción nuestra).]

[7Otros autores han interpretado el espacio de reprogramación en Westworld bajo la teoría del espacio liminar de los rituales de iniciación de Victor Turner (Lacko, 2017). Si bien la potencia teórica del análisis de Turner para reunir la normatividad, la afectividad en el ritual puede ser atractiva para considerar la etapa de entrenamiento de las criadas, esto se diluye en el análisis de los androides de Westworld; Turner (1999) indaga en las formas (los rituales) en que la normatividad social se impone a los individuos, mientras que en Westworld el individuo genera, a partir del despertar de la conciencia, las tramas sociales.